Lejos quedan los tiempos de aquellos contenciosos entre el Gobierno español y los obispos que, a duras penas, se encarrilaban gracias al puente aéreo con Roma. Parecían cuestiones gravísimas, signos inequívocos para algunos de un inminente apocalipsis que la mayoría social ha deglutido con pasmosa normalidad, como acabamos de ver en Madrid con el Orgullo Gay. Quienes aún se hacen cruces, que piensen que, al menos, tienen argumentos frente a quienes critican las JMJ por la incomodidad y gastos que producen las multitudes o a los que no soportan las misas en la tele pública.
Pero no quería llegar aquí. Quería volver a Roma, al encuentro entre la vicepresidenta del Gobierno y el secretario de Estado vaticano aprovechando el consistorio de la semana pasada. Con el PP han vuelto unas falsas seguridades que durarán lo que alcance la frágil mayoría parlamentaria de Rajoy.
De ahí que mientras la denuncia de los Acuerdos o la reforma de la Ley de libertad religiosa asoman la patita en un horizonte en el que se vislumbran las ganas que le tienen a la Iglesia, Soraya Sáenz de Santamaría le ha cantado a Pietro Parolin las excelencias de la recuperación económica que está viviendo España y cómo eso “está ayudando a transformar socialmente a un país”.
No le mintió Soraya al cardenal. España se está transformando, lo que sucede es que el motor que lo está haciendo es el de la precarización de las condiciones de vida. Tampoco hacía falta que la vice pasase ese mal trago. En Roma ya lo saben. Lo ha dicho Cáritas muy clarito hace unos días: un sector relevante de la población vive “instalada en la precariedad”. Con lo que eso significa. También para las familias. Y los nuevos cardenales españoles son muy de leer los informes Foessa.