“Los traficantes de personas están haciendo la política migratoria en el Mediterráneo”. Así se titula un artículo en el diario francés La Croix del pasado 30 de mayo. Y los datos sobre la composición de los flujos migratorios, recientemente publicados, confirman y cuantifican lo que desde hace tiempo están denunciando los religiosos que se ocupan de la trata. Y es que se ha duplicado el número de niños –entre los que prevalece el sexo femenino– que llegan en pateras: menores que son difíciles de controlar, sin documentos, y de custodiar en centros de acogida, de los que están destinados a huir para ser insertados en una red de explotación vergonzosa. Y esto se aplica no solo a los niños: algunos misioneros llevan tiempo advirtiendo de que los comerciantes de personas recorren los pueblos africanos de la zona subsahariana, animando, con falsas promesas, a los jóvenes a una migración que les llevará, después de un largo calvario, a trabajar para pagar a sus torturadores.
Este grave problema no afecta solo a la situación que viven las víctimas del mercado de la trata, porque sus efectos se extienden al entorno internacional. Por un lado, la entrada en los flujos migratorios de una masa siempre creciente de personas penaliza, al hacer el viaje más caro y difícil, a los migrantes verdaderos, aquellos que huyen de situaciones desesperadas de guerra, violencia endémica o hambre. Por otro lado, se crea una situación de inseguridad y hostilidad en los países de destino, incluso si son en parte responsables de la tragedia aceptando la prostitución, incluida la de menores, y la economía sumergida.
En una situación tan compleja y difícil tal vez la respuesta no debe ser solo un deber, el de acoger a los inmigrantes y proporcionarles una inclusión digna en los países europeos; también hay una obligación moral de tener en cuenta la difícil situación del mercado de seres humanos, que es, por desgracia, cada vez más próspera, a través de las rutas del Mediterráneo y constituye una rica fuente de ingresos para muchos. No es fácil hacer frente a este fenómeno, pero primero es necesario luchar eficazmente contra la explotación de los inmigrantes en los países europeos, sin abstenerse de un estricto control de los medios de llegada. Las muertes de tantos inmigrantes en naufragios, de hecho, no solo se evitan con rescates en el mar, sino también en la lucha contra quien los inicia en condiciones inhumanas y peligrosas.
Cuando se trata de enunciados abstractos, incluso sacrosantos, para hacer frente a la realidad, todo se complica, y tenemos que ver las situaciones de manera realista. Por ejemplo, la implementación de corredores humanitarios, que son una realidad en Italia y Francia gracias a organizaciones católicas y protestantes, permitirá ayudar a las personas en peligro, salvándolas de la trata. Es una forma para recorrer con más frecuencia y determinación, como lo enseñó Francisco llevando a su regreso de la isla de Lesbos, a tres familias de refugiados a Roma. Y la denuncia del tráfico de personas es uno de los temas recurrentes de su pontificado. De hecho, en el propio Ángelus del pasado 30 de julio ha denunciado, una vez más, esta “lacra abominable”: una “forma de esclavitud moderna” que sufren muchas mujeres, niños y hombres “víctimas inocentes del trabajo forzado, la explotación sexual y el tráfico de órganos”.