El comienzo
Este septiembre, en cuanto a debates y tensiones sociales en materia educativa, parece que se presenta tranquilo. Con la progresiva implantación de las modificaciones hechas por la última ley sobre el sistema educativo, las distintas comunidades autónomas van perfilando los aspectos más prácticos junto con los ideológicos de los que han hecho bandera los diferentes partidos políticos.
La crisis y la aritmética parlamentaria han generado, de facto, una reforma educativa en profundidad que proponga un modelo educativo integral. Mientras tanto, se multiplican planes y proyectos, tantas veces incompatibles entre sí, como si de una amalgama de sincretismo pedagógico se tratase. Y, por lo tanto, nos aleja de cualquier pacto educativo en el horizonte y nos preanuncia que la escuela no va a superar en breve su crisis institucional.
Y es que, en el fondo, una sociedad debe determinar cuál es el trasfondo del modelo educativo sobre el que se construye. ¿Cuál es la base: los idiomas, las demandas de los empresarios, las inteligencias múltiples y su traducción en competencias profesionales, los minutos que debe durar la clase de religión, conocer a fondo la gramática y los ríos de España, el regionalismo o el pensamiento globalizado, las tablets y el manejo de las tecnologías de la información y la comunicación, los libros de texto o la metodología por proyectos…?
Y así podríamos seguir enumerando un sinfín de líneas trabajo, unas más complementarias que otras, pero que deben interpretarse siempre al servicio de un proyecto de fondo que tenga claro cuál es la finalidad principal de la educación.
El protagonista
La historia de la pedagogía es, en parte, un continuo redescubrimiento de la potencialidad del alumno como protagonista de su propia historia educativa y, por lo tanto, de su madurez y crecimiento. Parece una simpleza, pero son muchos los ejemplos pasados y presentes del descentramiento que han sufrido tanto las políticas educativas como la percepción social.
Es el caso de imágenes como la del maestro como fuente de conocimientos del que un grupo de alumnos tienen el privilegio de disfrutar, el uso de la libertad de cátedra para servir a intereses particulares, la primacía de los procedimientos y protocolos burocráticos, las presiones sindicales movidas por objetivos corporativistas, la tiranía de la eficiencia económica dictada por el mercantilismo, los resultados falseados desde lo cuantitativo y no desde lo cualitativo…
Podremos profundizar en el modelo finlandés, adoptar un enfoque constructivista o profundamente materialista, quitar los libros de texto, acabar con los exámenes o fusionar horarios y materias… pero si en el centro no está el alumno y la relación educativa, estamos condenados a fracasar –¡una vez más!–.
La defensa de la libre elección de los padres del centro y modelo educativo que quieren para sus hijos es, en el fondo, también una salvaguarda de este papel central del alumno en su itinerario formativo.
“Hay que ayudar a los niños y a los adolescentes, teniendo en cuenta el progreso de la psicología, de la pedagogía y de la didáctica, para desarrollar armónicamente sus condiciones físicas, morales e intelectuales, a fin de que adquieran gradualmente un sentido más perfecto de la responsabilidad en la cultura ordenada y activa de la propia vida y en la búsqueda de la verdadera libertad, superando los obstáculos con valor y constancia de alma”, leemos en la declaración del Vaticano II ‘Gravissimum educationis’.
Guiar, acompañar, apuntar horizontes… en eso consiste, en esencia, la tarea educativa. Y la escuela tiene mucho que aportar a las familias en esta labor de corresponsabilidad.
Una vocación
El rol social de maestros o profesores sigue siendo también un elemento pendiente. En esta profesión, como en todas, se pueden encontrar funcionarios acomodados, o jóvenes y no tan jóvenes superados por las responsabilidades que acarrea atender a un grupo de más de treinta adolescentes, también personas enterrados en papeles y documentos para satisfacer los requisitos burocráticos que marcan las leyes…
Aunque, a la vez, encontramos, muchos maestros que sienten su tarea como una auténtica vocación porque han entendido la esencia de su labor. Es evocador, en este sentido el pasaje del libro de J. D. Salinger que ha servido como título en la traducción española, ‘El guardián entre el centeno’. Dos de los personajes hablan y comparten un sueño:
—¿Te acuerdas de esa canción que dice, “Si un cuerpo coge a otro cuerpo, cuando van entre el centeno…”? Me gustaría…
—Es “Si un cuerpo encuentra a otro cuerpo, cuando van entre el centeno” —dijo Phoebe—. Y es un poema. Un poema de Robert Burns.
—Ya sé que es un poema de Robert Burns.
Tenía razón. Es “Si un cuerpo encuentra a otro cuerpo, cuando van entre el centeno”, pero entonces no lo sabía.
—Creí que era, “Si un cuerpo coge a otro cuerpo” —le dije—, pero, verás. Muchas veces me imagino que hay un montón de niños jugando en un campo de centeno. Miles de niños. Y están solos, quiero decir que no hay nadie mayor vigilándolos. Solo yo. Estoy al borde de un precipicio y mi trabajo consiste en evitar que los niños caigan a él. En cuanto empiezan a correr sin mirar adónde van, yo salgo de donde esté y los cojo. Eso es lo que me gustaría hacer todo el tiempo. Vigilarlos. Yo sería el guardián entre el centeno. Te parecerá una tontería, pero es lo único que de verdad me gustaría hacer. Sé que es una locura.
Esta locura de vocación, de superar obstáculos burocráticos y de presupuestos, sigue siendo una realidad en tantas instituciones educativas que sienten esta llamada y, en el caso de tantos educadores católicos, recrean en su día a día el gesto de Jesús que cogió a un niño y lo puso en medio como ejemplo para todos.