El dato que revela el reciente informe de UNICEF, elaborado a partir de una serie de entrevistas a mujeres inmigrantes, es alarmante: del total de las entrevistadas, aproximadamente la mitad ha sufrido abusos sexuales durante el viaje, muchas en más de una ocasión y en lugares diferentes. La información no debería sorprender si se piensa en las innumerables situaciones de riesgo a las que estas personas se ven expuestas una vez entran en el circuito de la migración.
Tal y como confirman varios informes de organismos internacionales -véanse además del citado, el del Parlamento Europeo y el de Amnistía Internacional-, la violencia sexual se produce tanto en el país de tránsito como en el de destino, en los mismos centros de acogida.
Un elemento dramáticamente recurrente de los relatos de los solicitantes de asilo es lo que sucede en Libia. Aquí los migrantes, en gran parte provenientes del África subsahariana, son retenidos en auténticos campos de prisioneros en espera de atravesar el Mediterráneo, muchas veces porque no son capaces de pagar la travesía. En estos centros privados, gestionados por traficantes, son sometidos a todo tipo de torturas y maltratos.
Por una “jurisdicción universal”
Las niñas, jóvenes, mujeres son violadas bajo amenazas de muerte. Son atacadas en grupo incluso estando embarazadas. Conociendo la gravedad de los hechos, un primer problema es la impunidad de estos criminales. Visto el número de países interesados y la necesidad de tutelar internacionalmente a las víctimas, la primera referencia debe ser el derecho internacional.
El camino debe ser establecer una “jurisdicción universal” para la violencia contra las mujeres, un principio válido para los crímenes contra la humanidad que permita a cualquier estado castigar al responsable sin importar dónde se haya cometido el delito y de qué nacionalidades sean tanto la víctima como el verdugo. Se derogaría así el tradicional principio de territorialidad.
Pese a la gravedad de este tipo de crímenes cometidos no solo contra la libertad sexual, sino también contra la dignidad humana; pese a que sea evidente cómo, en contextos de gran inestabilidad sociopolítica, las mujeres son siempre sujeto de especial vulnerabilidad, el camino que ha llevado a la introducción de instrumentos jurídicos de tutela no ha sido precisamente ágil.
Basta pensar en los procesos posteriores a la II Guerra Mundial y en cómo no se hizo ninguna mención relevante a la violencia sexual cometida durante la guerra. Incluso en las cuatro Convenciones de Ginebra de 1949, que introdujeron un cuerpo de normas mínimas a respetar en caso de conflicto armado, el así llamado “derecho humanitario”, las referencias explícitas a este tipo de crímenes han sido inexistentes.
Solo a raíz de los muchos abusos denunciados durante el conflicto de la antigua Yugoslavia fue cuando la violación atrajo la atención de las autoridades internacionales que previeron incluir este delito en el estatuto del Tribunal Penal Internacional para la antigua Yugoslavia (ICTY, 1993) definiéndolo como crimen contra la humanidad junto a la tortura y el exterminio.
“Como la tortura”
Análogamente, en 1998, el Tribunal Penal Internacional para Ruanda (ICTR, 1994) en el caso “Akayesu” reconocía que la violación y otras formas de violencia sexual fueron usadas en el conflicto como instrumento para cometer un auténtico genocidio. En la misma sentencia se recogía que este tipo de abusos -tanto los perpetrados de forma esporádica como los perpetrados de forma sistemática contra civiles-, constituían, a todos los efectos, crímenes contra la humanidad.
En este pronunciamiento por tanto se identifica con claridad la violación como forma de tortura.
“Como la tortura”, se lee en la sentencia, “la violación se usa para propósitos como la amenaza, la degradación, la humillación, la discriminación, el castigo, el control o la destrucción de una persona. Al igual que la tortura, la violación es una violación de la dignidad personal”. (…)