La rendición de cuentas que trae consigo la Jornada de la Iglesia Diocesana ha puesto de manifiesto en estos días una carencia: no hay recursos para rehabilitar las miles de ermitas y templos rurales de nuestro país. Cuando se aborda en foros políticos y en conversaciones de pasillo el asunto del patrimonio de la Iglesia, se multiplican los reduccionismos que llevan a pensar que atesora unos bienes por los que debería, cuanto menos, pedir perdón, deshacerse de ellos y expropiarlos.
La Iglesia no busca convertirse en un holding inmobiliario. Para los obispados la prioridad son las personas y a ellas destinan las partidas disponibles que se revelan insuficientes para rehabilitar unos espacios que, en la medida de lo posible, se ponen a disposición de los creyentes para compartir la fe y en manos de la sociedad prestando servicios caritativos, educativos o sanitarios, pero también aportando un valor cultural y turístico del que se beneficia el Estado, las empresas y los ciudadanos. Desde esta perspectiva, corresponde a las autoridades públicas, desde ayuntamientos al Gobierno, velar por estos bienes de interés cultural de los que todos disfrutan y obtienen un rédito al margen de su signo político.