Ya hace más de tres años del reto del ice bucket challenge, y la ELA no ha perdido ni un ápice de su doloroso y helador poder. La investigación científica ha hecho grandes avances sin llegar a aplacar el sufrimiento que provoca en enfermos y familiares. Sin embargo, he sido testigo de una resurrección de la ELA, casi una sanación milagrosa, y quiero dar testimonio de ello.
La muerte cada día más cerca
A Jose le diagnosticaron ELA hace dos años, desde entonces la enfermedad avanzó rápida e inexorablemente hasta acabar con su vida hace unos días. Siempre fue un hombre con un carisma magnético e irresistible y con un gran sentido de la lealtad y la amistad. Su historia es un derroche de energía y vitalidad capaz de arrancar una sonrisa a la tristeza misma. No ha sido un hombre perfecto, pero su buen corazón es innegable.
Desde el fatídico diagnóstico, su alegría fue disminuyendo al mismo ritmo que avanzaba la ELA. La debilidad e inmovilidad le atenazaban cada día un poco más: cada mañana un poco menos fuerte, un poco más torpe, algún problema fisiológico nuevo y la muerte un día más cerca. Esta agonizante sensación le llevó a una depresión, comprensiblemente.
Pude visitarle un día cualquiera de esa insoportable existencia y sentí entrar en un sepulcro, pero no vacío sino lleno de muerte. La oscuridad se había apoderado de la sobria habitación en la que yacía un muerto viviente: semidesnudo, huesudo, cubierto por una sábana blanca. Lo más dramático era su conversación: continuamente entrecortada por el llanto desesperado, obsesionada con que no se merecía tal sufrimiento ¡nadie se podía merecer eso!
El resentimiento contra el mundo, contra Dios y contra sí mismo era inconmensurable. Repetía que quería creer en un Dios que lo fuera a acoger tras la muerte, pero que le resultaba imposible, que no podía a pesar de su ardiente deseo. Contar esto en unas líneas es ridículo; no hay palabras para describir el dolor de la cruz que Jose estaba soportando.
A la espera del abrazo de Dios
Sin embargo, hace un par de meses recibí una llamada suya, algo realmente insólito porque mucho tiempo atrás había dejado de salir a la calle, de llamar, responder llamadas y de recibir visitas (al menos las que podía evitar). Desde la primera palabra fue evidente que todo había cambiado y la alegría de su saludo me dijo todo lo que expresaría con palabras en los siguientes minutos. Me contó que le habían ingresado en un hospital San Juan de Dios y que estaba feliz. Que le disgustaba su debilidad e inmovilidad, pero que las aceptaba en paz, sin ningún miedo a la muerte; “¡Ninguno!”, repitió varias veces. Que disfrutaría lo que le quedara de vida y que también disfrutaría su vida tras la muerte.
La culpa por sus faltas y omisiones se habían tornado en agradecimiento por todo lo que había recibido y seguía recibiendo. Que su habitación era grande, luminosa y siempre estaba bien acompañado por enfermeros, médicos, psicólogos, asistentes sociales, el párroco de su barrio (aunque nunca hubiera participado en las celebraciones), voluntarios, auxiliares… Todo lo contrario al sepulcro en el que lo encontré unos meses atrás. Jose me dijo con alegría que aceptaría el final de su vida cuando llegara (sin precipitarlo como había estado deseando en el sepulcro) para recibir el abrazo de Dios.
Tal sanación la obró Dios con su gracia a través de la mirada de su hijo. Durante un instante cualquiera de una conversación corriente, Jose encontró en los ojos de su hijo algo realmente extraordinario: un amor infinito, un amor trascendente, un milagro, a Dios. Un encuentro capaz de vencer al pecado, de vencer a la muerte, de vencer al dolor y la desesperanza que la ELA es capaz de provocar.
Jose ha resucitado
Jose ha resucitado. ¡Tanto tiempo dando vueltas a la resurrección entre libros de teología y homilías pascuales y nunca antes había llegado a experimentar el alcance de la resurrección de Cristo!
Ahora me pregunto: “¿Dónde está, oh ELA, tu victoria?. ¿dónde está, oh ELA, tu aguijón?”. El amor de Dios ha evaporado el poder de la muerte sobre Jose. La ELA le llevó a la muerte en vida y el amor de Dios le ha dado la Vida tras la muerte. ¡Jose, gracias por tu testimonio! ¡Gloria a Dios! ¡Aleluya!