El pasado verano, la Iglesia española vivió un acontecimiento singular al reunir en Santiago de Compostela a 1.300 laicos de parroquias. Bajo el lema Salir, caminar, sembrar siempre de nuevo, inspirado en la exhortación de Francisco La alegría del Evangelio, familias enteras se unieron en la experiencia del camino, en la reflexión, en la celebración, con el propósito de hacer de nuestras parroquias verdaderas comunidades evangelizadoras. De forma significativa, han acompañado esta experiencia decenas de sacerdotes y una treintena de obispos.
Todo transmitía la sensación de que “algo nuevo está naciendo” (Is 43,18). Sí, pero ¿qué? El nombre de “Acción Católica” suscita tanto pasiones como recelos, que reclaman una reflexión serena y una decisión fundada en un auténtico discernimiento eclesial.
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A continuación, se presentan cinco claves que pueden ayudarnos a comprender la oportunidad histórica de promover hoy este instrumento de la Iglesia:
- Superar la ignorancia y los recelos acerca del proyecto imprescindible de la ACG.
- Apostar por una transformación de las parroquias en clave evangelizadora.
- Vencer la tentación del clericalismo.
- Experimentar decididamente la comunión diocesana.
- Afrontar el reto de la misión.
1. Superar la ignorancia y los recelos
Con nuevo dinamismo, un buen número de diócesis parecen impulsar al fin la Acción Católica General, instrumento que la Iglesia se da a sí misma para la formación de un laicado maduro en el seno de las parroquias y para su presencia apostólica en medio de la sociedad.
Sin embargo, junto a la esperanza que este impulso suscita en muchos, otros expresan con claridad sus reticencias. Este rechazo nace, en buena parte, de una ignorancia muy extendida acerca de la naturaleza y fines de la ACG, a lo cual sigue una vaga sensación de amenaza que no tiene justificación razonable alguna.
Sería deseable, en este momento de nuestra Iglesia, una acogida aún más decidida de la renovada propuesta que nuestros pastores hacen del cauce de la Acción Católica General. Esta propuesta implica la promoción de un laicado consciente y corresponsable de la vida eclesial y de la tarea evangelizadora. Para vencer la ignorancia y los recelos, mezclados a veces con imágenes descoloridas de un pasado mal digerido y peor entendido, nada mejor que detenerse a conocer en detalle el actual Proyecto de Acción Católica General, respaldado por las enseñanzas e indicaciones concretas presentes en el Concilio Vaticano II (CD 17; AA 20; AG 15), en el magisterio pontificio (CL 31) y de la Conferencia Episcopal Española (Los cristianos laicos, Iglesia en el mundo).
En todos estos lugares puede encontrarse una completa descripción de la naturaleza y objetivos de esta realidad eclesial, que “no es una asociación más” (CLIM 95). En estas líneas solo nos proponemos reunir algunos argumentos fundamentales, por los cuales pueda percibirse que hoy la Acción Católica General se perfila como un instrumento imprescindible e irremplazable en nuestras diócesis.
2. Transformación misionera de las parroquias
Si hoy tiene sentido la ACG, es para impulsar el proceso por el cual podamos pasar de tener parroquias que “funcionan”, más o menos, a formar comunidades parroquiales con capacidad de afrontar el reto misionero de nuestro tiempo. Este es un reto que sin duda asumen muchas realidades eclesiales de apostolado seglar, o ligadas a diversas iniciativas congregacionales.
Por su parte, la pastoral diocesana y, en especial, cada parroquia, no puede desentenderse de ofrecer a todos los cristianos la posibilidad de participar en la “salida” misionera de toda la Iglesia. La alternativa es vivir de espaldas a esta llamada universal del Espíritu en nuestro tiempo y languidecer como una institución de servicios religiosos cada vez menos demandados.
Si “la parroquia no es una estructura caduca” (EG 28; cf. CL 26), no puede dejar de afrontar hoy el reto que atañe a toda la Iglesia. Y esto debe hacerlo como sujeto comunitario de la evangelización, en nombre de la Iglesia, no debiendo delegar indefinidamente su tarea en ninguna otra institución o iniciativa eclesial (aunque esta podría eventualmente ayudar a la comunidad a asumir su responsabilidad propia). Al servicio de esta responsabilidad de los laicos de cada parroquia está el instrumento insustituible de la ACG.
3. Laicos maduros y evangelizadores
La transformación misionera tiene su principal desafío en el nivel personal: suscitar, formar y acompañar evangelizadores. Esto afecta a todos en la misma esencia de la identidad bautismal: ser o no ser cristianos convencidos y convertidos, esa es la cuestión.
El primer obstáculo para afrontar este desafío es el clericalismo, instalado tanto en el clero como entre los laicos. Si nos conformamos con un laicado en perpetua minoría de edad, no se realizará la transformación misionera de nuestras comunidades. Si no nos creemos que cada parroquia está llamada a ser escuela de santidad y de apostolado laical, donde pueda desarrollarse plenamente todo el potencial encerrado en la estructura y los medios esenciales que el Señor confió a su Iglesia (Palabra, sacramentos, oración, fraternidad, servicio a los pobres…), entonces, ¿a qué nos estamos dedicando en la pastoral diocesana ordinaria?
Esto tiene repercusiones institucionales. Si cualquier cosa vale para configurar la pastoral de la fe en nuestras parroquias, y se organiza la propuesta y la educación en la fe de niños, jóvenes y adultos a golpe de ideas geniales de un sacerdote con iniciativa; o se asiste a un panorama desértico, a expensas de la falta de energía o de ganas del pastor; o depende de los particularismos y personalismos de personajes, grupos y grupúsculos que se disputan el espacio parroquial (¡ay, nuestros seglares clericalizados!), no se avanzará, sino que estaremos siempre empezando, siempre improvisando. Basta esperar al próximo cambio de destino pastoral del párroco para comprobarlo.
Para superar este despropósito, cuando las fuerzas mermadas y los números decrecientes nos indican claramente un horizonte poco halagüeño, si seguimos haciendo las cosas igual, hoy es urgente implantar en cada parroquia la ACG. Lo reclama el derecho de los laicos a recibir en su parroquia la formación integral y permanente capaz de sostener y llevar su vida cristiana a su madurez espiritual y evangelizadora.
4. Desde la experiencia de la comunión
El ser cristiano no puede entenderse sin sus dimensiones comunitaria y social. A estas alturas, parece empobrecedor difundir un cristianismo de corte privado y espiritualista, que se redujera al cumplimiento del precepto dominical y a la solicitud de algún servicio religioso ocasional, sin un compromiso definido con la vida de la parroquia, ni con la misión, ni con las necesidades de los hermanos. Pero es difícil negar que esto sigue siendo no solo frecuente, sino quizá mayoritario entre el santo pueblo fiel.
Lo que a nivel personal se manifiesta como individualismo, a nivel institucional está representado por el parroquialismo, que hurta a los fieles una experiencia abierta y amplia de la familia diocesana. Las parroquias, especialmente las cercanas, están llamadas a ayudarse mutuamente. Las más fuertes, particularmente, están llamadas a superar la tentación de la autarquía. Como oferta de un flexible asociacionismo natural o estructural diocesano, y para superar estos vicios de clausura personal o parroquial, debe existir la ACG de forma estable en cada parroquia.
Con esto, cada diócesis plasmaría su responsabilidad concreta de fomentar el derecho de asociación entre los fieles, que no tiene por qué depender exclusivamente de las iniciativas carismáticas y fundacionales, sino que deriva de la necesidad de estabilidad en los procesos de formación y en la corresponsabilidad evangelizadora de los laicos.
5. Al servicio de la misión
Por último, una formación verdaderamente integral y permanente de los laicos, en sus diversas situaciones y etapas, debe incluir como meta su presencia como sal y luz en el corazón del mundo. Frente a un cristianismo inhibido de las cuestiones sociales, la ACG tiene por tarea formar a los cristianos de cada diócesis para una real incidencia del Evangelio en la vida pública. Esto es difícil de conseguir con planteamientos parciales de formación, ligados a necesidades funcionales de la comunidad cristiana (catequesis, cáritas…) o a propuestas espirituales y apostólicas de diversa índole, a veces lamentablemente desentendidas de la “vocación propia” (LG 31) de los fieles laicos.
En cualquier caso, es responsabilidad de la Iglesia y, por ende, de cada diócesis, promover itinerarios de discipulado misionero, que aseguren la integridad y continuidad de los procesos de formación de los laicos, capaces de sostenerlos en su insustituible misión en medio de la sociedad, tanto en su forma individual como asociada.
En resumen…
- En la Iglesia hace falta un medio que proponga y asegure de forma estable la formación cristiana integral de quienes deseen profundizar en su fe junto a otros;
- una formación orientada a suscitar y acompañar la madurez cristiana de los fieles, en sus diversas edades y etapas;
- para ayudarles a desarrollar su vocación propia y su corresponsabilidad en la vida y la misión de la Iglesia en colaboración con sus pastores;
- encaminada a sostener la presencia apostólica de los cristianos en medio de la sociedad;
- una experiencia encarnada en la concreta realidad humana y social de cada parroquia y nutrida en un clima de familiaridad diocesana, ampliamente eclesial.
Solo la ACG reúne todas estas condiciones. Esto hace de ella un proyecto del que nuestra Iglesia no puede prescindir en esta etapa apasionante de su historia.
(*) Francisco Castro Pérez es el delegado de Apostolado Seglar de la Diócesis de Málaga