El periódico bogotano El Tiempo tituló así la noticia el pasado martes 21 de noviembre: “Casi mitad de europeos creen que papel más importante de la mujer es cuidar el hogar”. Precisaba el texto de la noticia que así piensa el 44% de las mujeres y el 43% de los hombres según el último eurobarómetro publicado el lunes. Y que, nueve de cada diez europeos, califican de inaceptable la brecha salarial entre hombres y mujeres.
El dato probablemente sería el mismo en cualquier parte del mundo: el lugar de las mujeres es la casa, para cuidar al esposo y a los hijos. Al fin y al cabo seguimos siendo, en pleno siglo XXI, una sociedad patriarcal, que es una sociedad pensada por los hombres y en función de ellos, en la que se educa a las mujeres para atender a sus necesidades. Para ser “de su casa”.
La noticia del eurobarómetro me hizo recordar una de las lecturas bíblicas que oímos en la misa del domingo anterior. Curiosamente, coincidían. Era el texto del libro de los Proverbios, que exalta a la mujer “que no es fácil de hallar y vale más que las piedras preciosas”: la mujer ejemplar, virtuosa o completa –según las diferentes versiones–, como también mujer perfecta o mujer fuerte, que parece ser la traducción más cercana al khayil hebreo, una palabra que en otros lugares de la Biblia se refiere a la fuerza de un ejército.
De estas minucias semánticas no es el momento de ocuparme, porque lo que me interesa es dibujar el rol de la mujer según los parámetros de un tal Lemuel, rey de Masá, que probablemente vivió por allá hace mucho más de dos mil años y a quien su madre le había enseñado, entre otras cosas, que no fuera mujeriego. Pero, como debía buscar esposa, esta debía reunir las características entonces deseables para “brindar a su esposo grandes satisfacciones”.
Como quien dice, la mujer del rey Lemuel debía ser ejemplar, virtuosa o completa, no por lo que ella es, sino por la satisfacción que da al esposo porque “está atenta a la marcha de la casa”. Pues, gracias a ella, que “antes de amanecer se levanta (…) y de noche trabaja hasta tarde” en la casa, todo funciona y nada falta. Y el rey Lemuel repasa las tareas que realizan las mujeres en la casa: “Va en busca de lana y lino y con placer realiza labores manuales”; “da de comer a sus hijos y da órdenes a sus criadas”; “con sus propias manos hila y teje” y viste a su familia; se encarga de traer provisiones de lejos, de cuidar el negocio, de plantar el viñedo. Además, “tiende la mano a los pobres y los necesitados”, es recursiva y previsiva, y habla con sabiduría.
Y, bueno, con este modelo de supermujer nos han educado a las mujeres desde los tiempos del rey Lemuel, que no hizo nada diferente en su exaltación de la mujer que recoger las prácticas domésticas establecidas para las mujeres de su tiempo.
Eso lo entiendo. Como también entiendo que Rousseau, en el siglo XVIII, propusiera seriamente educar a las mujeres en función de los hombres, para “resultar agradables en su presencia, ganar su amor y su respeto, instruirlo durante su niñez, servirlo cuando es adulto, hacer su vida feliz: tales son los deberes de la mujer y así se ha de educar a la joven”. Lo que no entiendo, lo que me cuesta trabajo entender es que el 43% de los europeos y el 44% de las europeas, en noviembre de 2017, sigan pensando que el lugar de las mujeres es la casa, como se pensaba en tiempos del rey Lemuel de Masá o como pensaba Rousseau. ¿Qué pasó, entonces, con los esfuerzos aparentemente logrados por las mujeres en la defensa de la igualdad de género y por deconstruir los estereotipos de la sociedad patriarcal?