En Bogotá, mi ciudad, esta semana se armó tremendo alboroto porque un juez, respondiendo a una acción de tutela interpuesta por un ciudadano, ordenó cambiar el eslogan de la alcaldía, ‘Bogotá para todos’, por un eslogan incluyente: ‘Bogotá para todos y para todas’.
Inmediatamente la decisión del juez se convirtió en objeto de críticas, de ridiculizaciones y caricaturizaciones, de comentarios mordaces. Y en la controversia, empezando por el alcalde, han acudido al argumento de la corrección gramatical, citando a la Real Academia Española, que califica esta práctica de artificiosa e innecesaria y precisa: “En español, como en muchas otras lenguas, el masculino gramatical es el término no marcado en la oposición de género, lo que faculta a esta forma para referirse genéricamente a seres de uno y otro sexo. Por tanto, la forma ‘todos’ engloba a hombres y mujeres”.
Lo cual puede ser válido, quizá, desde el análisis gramatical, pero no desde la dimensión política del lenguaje que expresa una realidad: en este caso, la necesidad de hacer visibles a las mujeres, que es lo que pretende el lenguaje incluyente.
Supongo que quienes critican la medida y consideran que el género gramatical masculino incluye al femenino –¡yo diría que lo excluye!–, no se han detenido a pensar que el lenguaje excluyente, gramaticalmente correcto, respondía a un mundo patriarcal, como era el mundo pensado exclusivamente por los hombres en el que las mujeres estaban invisibilizadas, pensadas por ellos y en función de ellos. O no han caído en cuenta que el mundo ha cambiado y que está dejando de ser un mundo androcéntrico que giraba alrededor de los hombres y, por eso, ocultaba a las mujeres.
Yo misma usaba lenguaje excluyente sin ningún reparo cuando no había caído en la cuenta de que este lenguaje –como todo lenguaje– expresa una realidad: la invisibilidad de las mujeres. Y que valía la pena visibilizarlas, nombrándolas, como de hecho he aprendido a hacerlo, recurriendo al llamado doblete –“hombres y mujeres”, “los y las responsables”, “mis nietas y mis nietos”, también “todas y todos”–, aunque me demore y aumente el número de caracteres fijados en las políticas editoriales de una publicación.
De hecho, en el mundo eclesial parece que han caído en cuenta y se comienza a utilizar lenguaje incluyente. El documento conclusivo de la V Conferencia General del Episcopado Latinoamericano –Documento de Aparecida– recurre en muchas de sus páginas a los dobletes “hijos e hijas de Dios”, “hombres y mujeres de buena voluntad”, “abuelos y abuelas”, “hermanos y hermanas”, “fieles laicos y laicas”, “consagrados y consagradas”, por recordar solo algunos ejemplos, aunque por fuerza de la costumbre se cuele una que otra vez el uso tradicional.
También el papa Francisco está utilizando el lenguaje incluyente que visibiliza a las mujeres, y tomé nota que en los discursos, homilías y demás intervenciones durante su visita a Colombia habló de “hermanos y hermanas”, de “consagrados y consagradas”. Incluso se refirió a “cada hijo e hija de este país”.