Cuando se habla de colaboraciones con los laicos en la vida de la Iglesia, se habla sobre todo de mujeres. De hecho, son las mujeres, en inmensa mayoría, las que realizan tareas de ayuda y asistencia al clero, desde labores domésticas hasta catequesis. Y aun más: es solo como laicas que las mujeres se relacionan con la Iglesia. Nunca lo había pensado pero cuando, al acabar el Sínodo de la familia, me acerqué a coger sitio para la foto con el Papa –de laicos en el Sínodo–, vi a mi lado a las pocas religiosas invitadas. Para mi estupor, me recordaron que ellas también son laicas.
Las mujeres, por tanto, en todos sus papeles de colaboración con la institución eclesiástica son laicas, y por esto precisamente representan el centro del problema. Digamos que es la relación con ellas la que define –con pocas excepciones– la relación entre el clero y los laicos. ¿De esto depende la debilidad de su presencia en la Iglesia católica? Y este es un problema que no viene mal plantear: de hecho, solo abordando la cuestión de la colaboración con las mujeres se puede salir del modelo paternalista, y casi siempre sofocante, que aún prevalece en la Iglesia.
Los laicos están bien vistos si se encargan del voluntariado o quizá de la administración, pero mucho menos si intentan intervenir en ámbitos considerados más “altos”, como la transmisión de la fe o la preparación de homilías; la organización de encuentros no solamente culturales, sino también con profundidad espiritual; o discusiones sobre temas teológicos que no estén controladas por el clero. Y esto también en temas que requieren la ayuda de laicos expertos, como puede ser la bioética. En general, se tiende a suprimir cualquier posibilidad de discusión o comparación, y por tanto de pensamiento, en beneficio de decisiones ya tomadas.
En un contexto parecido, no es de extrañar que sean solo las mujeres –pero no por mucho tiempo, porque no vemos un recambio para los voluntarios actuales– quienes aceptan una relación así de desigual, sin la posibilidad de buscar distintos caminos. En muchos ambientes católicos se tiene la sensación de que se contentan con ser ascendidas de asistentas a profesoras, pero esta condición se va a acabar: las jóvenes no tienen ninguna intención de colaborar de formas tan poco apreciadas, de trabajar por una comunidad que no parece interesada en escucharlas, sino solo a utilizarlas como trabajadoras obedientes. No es casualidad que estén disminuyendo dramáticamente las vocaciones religiosas femeninas, particularmente las de vida activa.
¿Qué harían los sacerdotes sin estas valiosas ayudantes? Es una pregunta que hay que hacerse, antes de que la situación se precipite. También porque, en una comunidad parroquial, la voz de las mujeres puede contribuir de forma esencial a reavivar las relaciones humanas, para hacer entender al clero qué sucede en el exterior de un mundo que tiende a ser autorreferencial, para imaginar nuevas iniciativas y para reflexionar sobre temas como la familia, la sexualidad o los jóvenes.
Escuchando las homilías, se llega a la certeza de que los sacerdotes ignoran los libros, muchos y muy interesantes, escritos por mujeres en los últimos años: en gran parte libros de exégesis con ideas nuevas, que contribuyen a mantener vivo el comentario de los Evangelios. Las laicas –que representan el núcleo central de los laicos– no existen solamente para obedecer. Y es bueno darse cuenta de ello.