Transmitir una herencia cultural es parte de los deberes de cada generación para con la siguiente, e involucra totalmente a una institución de larga tradición como es la Iglesia, que sobre este proceso ha acumulado una experiencia milenaria, pero que hoy también está afectada por la dificultad que caracteriza a todo tipo de transmisiones en la sociedad contemporánea.
El breve pero intenso libro de Nathalie Sarthou-Lajus ‘Le geste de transmettre’ (Paris, Bayard, 2017) profundiza en el corazón del problema, que se puede sintetizar en un verso del poeta René Char: “A nuestra herencia no la precede ningún testamento”. De hecho en una sociedad que ha perdido toda certeza cultural, la transmisión ya no está enmarcada por un testamento que explique el sentido y la función de la vida humana.
Obviamente la Iglesia tiene este testamento, y es bien claro, pero esto no impide que ella también se contagie de la crisis que vacía de contenido este gesto. Ante todo porque transmitir significa inscribir al ser humano en la cadena de las generaciones, hacerle entender que es uno entre otros.
Los modelos de los medios
Es un gesto difícil de aceptar por una cultura que hace de la especificidad individual un mito, especificidad que se construye a través de un proceso solitario, a menudo imitando modelos que circulan por los medios de comunicación, pero que no percibe como posibilidad autónoma ser amados personalmente por Dios.
Por eso los jóvenes se desinteresan por la transmisión codificada y operativa solamente por canales tradicionales, y hoy pueden recibir la tradición solo por testimonios verdaderos, que sepan transmitir las cosas de sí mismos a los demás. La transmisión puede venir exclusivamente del interior de una relación fundada en la fe personal.
Y, como subraya la autora, el lugar de la transmisión puede ser hoy en día solamente un portal, una puerta que cada uno puede abrir personalmente si tiene la sensación de que haciéndolo tendrá acceso a la verdadera vida. Solamente en un portal, más que dentro de un espacio definido, podemos hacer sitio al otro, a sus inquietudes existenciales, a sus preocupaciones afectivas. Se trata de una forma de reconocimiento personal que puede abrir la puerta a la promesa y la esperanza.
Lo inconsciente
Debemos recordar también que gran parte de las cosas se transmiten de forma inconsciente. Me viene a la mente en este sentido un comentario de mi hija, que estaba viendo conmigo la retransmisión de la apertura de la Puerta Santa en san Pedro por el Jubileo de la Misericordia, y al final me preguntó: “¿Pero el año Santo es solo para los hombres? No he visto ninguna mujer pasar por la Puerta…”.
Es cierto que faltaban esas mujeres que durante siglos han transmitido la fe en silencio, enseñando a los hijos a rezar y participar en la Misa, dando importancia al momento de la iniciación a los sacramentos con una fiesta especial. Esas mujeres que han sabido transmitir la fe en el “dialecto de la familia” como ha observado el papa Francisco.
Hoy esas mujeres se están alejando de la Iglesia, y por tanto la transmisión no puede seguir entendiéndose como “la conservación de un orden fijado previamente” sino como “un proceso dinámico y creativo” en el que entran en juego el deseo y la decisión de cada individuo.
De cara a los demás, pero especialmente por los jóvenes, todos debemos meternos en el portal, y estar siempre en tensión, en la postura del que transmite enana dinámica perenne, porque la herencia solo está viva si es bienvenida en un camino de reapropiación personal que permita construir un ser humano libre.