Como dijo el famoso historiador inglés Eric Hobsbawm, la única revolución victoriosa del 1900 es la de las mujeres. Se ha llevado a cabo hasta el punto de crear un mundo completamente distinto al de hacer sesenta años: hoy una mujer joven ni siquiera sueña con hacer las labores domésticas, y mucho menos piensa en deber obediencia al padre o al marido, sino que se siente totalmente libre de realizarse en cualquier campo, encuentra normal integrarse en la vida pública y no piensa en el matrimonio como un destino inevitable. Las recientes campañas contra la violencia machista y la denuncia en todos los países occidentales del acoso sexual al que son sometidas tantas mujeres, sobre todo en el ambiente laboral, han marcado un paso adelante en este camino hacia la libertad y el reconocimiento del valor de la autonomía femenina.
Se trata de cambios tangibles y mesurables: hoy hay más chicas que chicos que estudian una carrera y se gradúan, la tasa de ocupación femenina está aumentando sobre todo en los sectores profesionales más elevados, donde las mujeres están combatiendo para no quedar confinadas en puestos secundarios. Aunque ciertamente el cambio más significativo, el que puede ser considerado determinante y que comenzó a partir de los años sesenta, es el relativo al comportamiento sexual femenino y por tanto a la maternidad.
A partir de 1963 en los países occidentales se empezó a distribuir la píldora anticonceptiva, una novedad inquietante: por primera vez en la historia el control de la fertilidad estaba en manos de las mujeres, que podían así evitar el embarazo al tener relaciones sexuales. Esto quería decir que las mujeres podían, desde el punto de vista del comportamiento sexual, actuar como los hombres, y sobre esta posibilidad se fundamentaba la utopía de la revolución sexual, que prometía felicidad para todos gracias a la caída de las normas restrictivas en temas de sexualidad. A esto se añadía la liberalización del aborto, que podía ser decisión solo de la mujer.
Sin embargo, la revolución sexual se basaba –y se sigue basando a día de hoy– en la aceptación de la mujer a someterse a bombardeos hormonales para garantizar la ausencia de consecuencias procreativas, con importantes consecuencias para su salud. Y por una creciente dificultad en cuanto a realizar el deseo de maternidad. Los anticonceptivos sirven, de hecho, para bloquear la fertilidad en los años de la juventud –aquellos más adecuados para la procreación– para permitir a las mujeres hacer carrera e insertarse bien en el mundo laboral, en el cual la maternidad tiende a ser penalizada.
Por tanto, bien mirado, todo aquello que las mujeres han obtenido en el plano de la libertad y la inserción social lo han pagado con la renuncia o el atraso de la maternidad a una edad en la que concebir un hijo es siempre más difícil. Así que no se ha realizado el sueño de las primeras feministas, aquellas que querían que las mujeres entraran en el mundo masculino manteniendo su diferencia, basada en la maternidad. Renunciando a la diferencia las mujeres se han adaptado, renunciando al proyecto de cambiar el mundo.