¿Vuelven los lobos o no se habían ido?


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Entre el “rogad por mí, para que, por miedo, no huya ante los lobos”, con el que Benedicto XVI aceptó el anillo del pescador en 2005, y el “ya no tengo fuerzas para ejercer adecuadamente el ministerio petrino”, con el que hace un lustro musitó su renuncia, hay ocho años de desgaste en los que los aullidos eran más fieros dentro que fuera.



El recibimiento que le deparó la prensa no ayudaba a albergar esperanzas, pero esta no necesitó tampoco emplearse a fondo: pronto halló un filón en los escándalos que, desde la propia Iglesia, pusieron a Ratzinger a los pies de los caballos.

Nombramientos episcopales fallidos, el tsunami de los abusos o el caso Williamson evidenciaron la soledad del pontífice. ¿Cómo era posible que nadie le advirtiera de lo que sucedía? Alguien apuntó al entonces jefe de prensa, Lombardi, pero este no tenía acceso a él. La puerta era Secretaría de Estado. No se sabía si no había estrategia o si la estrategia era que no hubiese.

Francisco, dicen, no ha venido con más estrategia que la de sentirse en manos del Espíritu. Y, de ser un hueso para la prensa, se ha convertido en el Papa que mejor comunica. Aunque no siempre lo haga bien. No es ese supermán que aparece en las camisetas y que tan poco le gusta. Hay que ayudarle cuando se equivoca, aunque tenga la suficiente humildad como para pedir perdón.

Esto, y la popularidad acumulada, le han hecho mantener el equilibrio tras el traspié en el caso Barros. Habrá que ver el dictamen final de Scicluna. Pero se dejaron cabos sueltos en los que se enredó Bergoglio. Es este flanco, el de la comunicación/comunión, por donde se desangra la credibilidad. La modernidad pasa por mimarla, a todos los niveles, más que por vender camisetas de un ‘superpapa’, por más ‘cool’ que parezca.