“Efectivamente, estoy aprendiendo mucho”, le dijo un cuarentón de frente ampliamente despejada a Tarancón. Uno se imagina la escena, el esbozo de sonrisa blanquísima de un tímido patológico ante un cardenal que, en los estertores del franquismo, atendía a una Iglesia que parecía un circo de tres pistas.
Justo en aquel momento, un joven Elías Yanes velaba sus armas al servicio de la Conferencia Episcopal –presidida por Tarancón– con el caso Añoveros, el entonces obispo de Bilbao que, a cuenta de una homilía, provocó una de las crisis más graves con el régimen de Franco, que quiso expulsarlo del país. Habría que ver hoy a esos pastores todo-certezas lidiando con aquella catolicidad impostada, en la que tal vez estuvieran más cómodos, a pesar de que venía con propios demonios.
Yanes tuvo un papel relevante en aquella Iglesia que rompió a dentelladas un cordón umbilical envenenado y que desplegó velas al aire del Concilio. Lo cual no le evitó vivir una Iglesia atravesada por la división, como apreció al ser elegido secretario general, con dagas voladoras de ida y vuelta a Roma por la Asamblea Conjunta, de cuyo equipo de ponentes formó parte al haber despuntado como una cabeza privilegiada, aunque sin la gracia expositiva de otros pastores, como en más de una ocasión comprobaron los periodistas en las plenarias que presidió, y en donde los titulares se pescaban en los pasillos.
Duro negociador con los socialistas sin ser condescendiente con los populares, no servía más que a un Señor, y sabiendo que la Iglesia permanece y que, a veces, es mejor que quien la sirve pase cuanto antes. Sobre todo cuando asoma la incoherencia. Y él la mantuvo intacta, como la austeridad que le llevó a declinar, cuando le nombraron obispo auxiliar de Oviedo, las mitras, anillos y báculos que le querían regalar. “No quiero que me obliguen a hacer colección de esas cosas”, les dijo a sus paisanos canarios. “La cuestión de las ropas de color la he resuelto con las usadas por otros obispos difuntos”. Descanse en paz.