En una sociedad como la nuestra, suele ser más fácil hablar de lo que hacemos que de lo que somos. Mostramos resultados, grandes obras, y está bien, pero es importante ir más allá. Por eso, es bueno preguntarnos, ¿qué hay detrás de nuestras obras?, ¿qué nos mueve por dentro?, ¿qué o quién anima e inspira nuestros sueños y proyectos? La respuesta es muy sencilla y, por sencilla, puede parecer un tanto simple: Dios. Nuestra vida no tendría sentido sin esa referencia al absoluto, a Aquel que lo habita, lo envuelve y lo trasciende todo. Hablar de ello, por tanto, es hablar de nuestra espiritualidad, de nuestro modo de vivir el Evangelio, de aquello que nos nutre y nos impulsa, de nuestra manera de relacionarnos con Dios, con los demás, con todo…
Las Catequistas Sopeña somos, antes que nada, mujeres que nos hemos sentido miradas y amadas por Dios y que hemos respondido a la llamada a seguir a Jesús, a hacerlo visible, palpable en un mundo en el que Dios parece el gran ausente. Nuestra presencia en traje seglar, sin ningún signo religioso exterior, nos permite vivir nuestra consagración total a Dios en medio del mundo, entre la gente; acercarnos a las periferias existenciales de las que tanto habla el papa Francisco.
Por eso, nuestras obras apostólicas, nuestra vida, quieren ser la expresión de un Dios cercano, que sale al encuentro de cada persona en su necesidad para que viva de acuerdo a su dignidad de hijo de Dios, pues todos, lo sepamos o no, somos seres amados que nos realizamos en el amor y en la apertura a la trascendencia.
Esa llamada a vivir en medio del mundo requiere de nosotras un corazón y una mirada contemplativos, que nos ayude a descubrir a Dios presente en todo y en todos. Como decía Dolores Sopeña, “la creación es un templo y cada persona una imagen de Dios”. Mirada que se afina en la contemplación amorosa de Jesús en el Evangelio y en la eucaristía. Una imagen que bien podría hablar de nuestra experiencia de Dios es la de instrumento. Nos sentimos y sabemos instrumentos en sus manos.
No somos nosotras las protagonistas, la iniciativa siempre es de Dios. Él nos mueve, nos inspira, nos anima. Sentirnos habitadas por Él, sabernos en sus manos diestras y amorosas, es una invitación a la confianza, a la audacia, a asumir riesgos, a atrevernos a explorar caminos nuevos, a adentrarnos en aquellos sectores más alejados de Dios y de la Iglesia, pues no somos nosotras, es Él quien lo hace todo.
Otro de los rasgos esenciales de nuestra vocación es la llamada a construir fraternidad, comunión, a propiciar la espiritualidad del encuentro. El mundo es una amalgama de formas y colores en perfecta armonía. Por eso, en nuestras comunidades, con los laicos y jóvenes que comparten nuestra espiritualidad y misión, y con todos aquellos que acuden a nuestras obras, queremos llegar a formar una sola familia en Cristo Jesús. Misioneras en medio del mundo, ¡qué hermosa vocación!