Tengo a Antonio Muñoz Molina por un escritor sólido –y no solo por su estilo sin rendijas–, uno de los pocos intelectuales que van quedando en nuestro país sin demasiado miedo a que le arrumben por decir o pensar contra los bienpensantes de hoy, que fueron los maledicentes de ayer, que así va el asunto con el tiempo.
Por eso extraña que el académico se haya alineado, con una ligereza que choca con su manera reconcentrada, con la crítica ‘destroyer’ a las religiones, en particular al cristianismo, tentación recurrente en cierta ‘intelligentsia’ que mide los riesgos.
Al Princesa de Asturias de las Letras le ha encantado el libro ‘The Triumph of Cristianity’, donde Bart D. Ehrman pretende responder al enigma de cómo una religión de pobres y de prostitutas se convirtió en la de los poderosos. Una “furia” destructora de otras religiones por “soldados y fanáticos asistidos por bandas de monjes” estaría detrás del éxito de un cristianismo que aportó “una prolija crueldad” a la historia de la humanidad.
Muñoz Molina termina su entusiasta reseña afirmando que los cristianos de hoy tienen la “misma vehemencia” que aquellos que se sentían “un grupo selecto de elegidos” y que actuaron “sin miramientos” hacia quienes no los seguían.
Me extraña la pavorosa simplificación. Millones de personas han procesionado estos días y la violencia que ha llenado noticiarios no procedía de ellos. Sus debilidades las conoce hasta el Papa, que no pierde ocasión de sacarlas a la luz. Pero chirría que un hombre de lecturas haya olvidado que, parte del saber clásico que le ha ahormado, lo guardaron –también para él– otros monjes cuando florecía la barbarie.
Sin embargo, en la fe de los “vehementes” que hemos visto estos días no tenían tanto peso estas historias de malos como las de un inocente crucificado, y las mil y unas historias que, en su nombre, consiguieron escribir la historia de la caridad y la fraternidad de estos dos mil años.