Tiempo de penumbras, tiempo de compromiso

Zapatero-y-Fdez-de-la-Vega

(Norberto Alcover, SJ- Escritor y periodista)

Un hombre hundido en su escaño

El presidente abandonó la tribuna parlamentaria y se dejó caer en su escaño como un fardo. Cerúleo, tenso y con tremendas ojeras aparecía como un boxeador que hubiera tirado la toalla tras la paliza que le propinara el siempre elegante Durán i Lleida. El presidente estaba desconcertado de que alguien dudara de su capacidad para solucionar una crisis que él mismo había tardado tantísimo tiempo en reconocer y que ahora amenazaba con truncar su victoria electoral en 2012. El hombre siempre elegante le había tildado de incapaz, de carecer de visión para enfrentar la crisis, y le advirtió que CiU no apoyaría la subida de impuestos, nudo gordiano del discurso del presidente.

Norberto AlcoverEso de que los que más tienen deben de colaborar para que los que menos tienen (los desempleados) salgan de su marginalidad social había sido ridiculizado por casi todos los oradores: un chantaje populista más de los que, en tantas ocasiones, lanzara el presidente. Se hacía necesario acabar con la situación de los casi cinco millones de parados, pero no con parches que, a la larga, empeorarían la situación, porque a más impuestos, menos capacidad inversora empresarial e individual.

Mariano Rajoy se había adelantado al catalán siempre elegante, pero éste había consumado la faena opositora con una auténtica paliza, y el presidente, ahora, se desplomaba, noqueado, en el escaño. Se lo habían dicho, que más dura sería la caída, pero el hombre leonés, duro y agreste, no les había hecho caso: en su imaginario político aparecía la defensa de los más pobres como algo prioritario, si bien no había aceptado jamás que uno de los responsables de esta catástrofe nacional era él mismo. Y para colmo, Pedro Solbes abandonaba el hemiciclo tras su discurso, el del presidente, como quien huye de una situación humillante.

El momento de la venganza

Una vez dejado caer en el escaño, miró a la vicepresidenta, arqueó sus cejas prominentes y alzó los hombros en un gesto de perplejidad ante lo que estaba sucediendo. Los catalanes se cobraban las traiciones anteriores cuando la cuestión del Estatuto, que ahora amenazaba con explosionar ante la inminente sentencia del Tribunal Constitucional. Los vascos del PNV acababan de susurrarle desde la tribuna que estarían dispuestos a colaborar, pero si contemplaba el pacto con el PP en Euskadi, un mensaje subterráneo que nunca se hizo palabra explícita pero que se paseaba por el hemiciclo. IU exigía una política todavía más de izquierda socioeconómica. ERC lo mismo, con el añadido estatutario y casi paroxístico. Los grupos más pequeños, con Rosa Díez al frente, pronunciaron palabras aceradas hasta solicitar elecciones anticipadas. Y, en fin, Mariano Rajoy le había dado un repaso antológico, que colmaba su capacidad de aguante.

Siete malditos escaños necesitaba y sólo los obtendría mediante un pacto con una izquierda un tanto radical tras sus propias y repetidas obsesiones por recuperar el espíritu de 1931. Casi nadie comprendía sus intenciones históricas. Una vez más, la derecha española, también la nacionalista, se escoraba en defensa de quienes más tienen. Y entonces descubrió una media sonrisa en los labios de su vicepresidenta, único consuelo en medio de tanta venganza política. Se miraron y el presidente sonrió también, y se dijo que, una vez más, resistiría los embates de esa derecha antigua y pretérita. Volverían tiempos victoriosos y las multitudes volverían a aclamarle. Casi mecánicamente, se alzó en el escaño y respiró muy hondo. Los Presupuestos Generales, en los que integrará su Plan de Economía Sostenible, saldrán adelante. No tenía la menor duda. Y miró a Elena Salgado, una esfinge.

Más allá del hemiciclo

Era miércoles, 9 de septiembre de 2009. Fuera, los parados contemplaban las imágenes televisivas perplejos: otra vez llevados y traídos como prendas políticas. Los líderes sindicales sonreían porque se sabían necesarios. El empresariado de la CEOE se decía que mejor un pacto regular a una fractura desastrosa. El aborto y la libertad religiosa permanecían en la cartuchera, siempre disponibles. En enero, España presidiría la Unión Europea, todo un desafío. Y en fin, en Nunciatura, un hombre en la sesentena contemplaba este espectáculo y sabía que, más pronto o más tarde, se vería implicado en él.

La corrupción y los secretos sumariales podrían esperar. Detalles sin importancia. Entonces, el presidente, ya en Moncloa, recordó a Juan Luis Cebrián, la conciencia airada de PRISA, y se desveló por completo. Tiempos de penumbra, tiempos de compromiso. El otoño dorado se hacía noche en Madrid.

En el nº 2675 de Vida Nueva.

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