La cuestión de los abusos sexuales hacia personas más débiles –mujeres y niños– está emergiendo con fuerza en las sociedades occidentales, y está ejerciendo una transformación radical en la sociedad y la moral colectiva. Pero hay un aspecto del problema que genera en muchos estupor y perplejidad: ¿Cómo es posible que los testigos hayan esperado tanto tiempo antes de denunciar? ¿Por qué tantos años de silencio?
También los abusos tienen una historia que explica muchas cosas. La revolución sexual y la feminista, revoluciones que han cambiado las sociedades occidentales en las últimas décadas del siglo XX no solo han alcanzado algunos de los objetivos que se habían propuesto, sino que también han puesto en marcha transformaciones complementarias imprevistas, como precisamente el surgir de la cuestión de los abusos a menores.
Pensándolo bien parece paradójico que una revolución que se proponía convertir en lícitas y practicables todas las formas de relación sexual –hay casos documentados que abogan por que las relaciones sexuales también deberían implicar a los niños– en lugar de eso haya conducido a una renovada severidad justo en esta materia ¡Enésima prueba de la heterogénesis de los fines! Aquello que ha permitido a las víctimas hablar, decir o que hasta ese momento era considerado indecible, es el final de todo tabú relativo al sexo. Por tanto también de los tabúes relativos a la palabra que nombra el sexo para denunciarlo.
Miedo a denunciar
Primero las víctimas temían, y con razón, que las denuncias –que obviamente comportaban la transgresión de este tabú– habrían conllevado la estigmatización también de ellas mismas, que habían padecido los abusos, y no solo de los agresores. Tenían por tanto buenos motivos para callar, para defenderse de lo que podía convertirse en otra posible forma de violencia.
La revolución de las mujeres, en el mismo periodo, ha introducido en el orden del día el desnivel de poder dentro de las relaciones sexuales, un tema hasta ese momento desatendido frente a interpretaciones que se extendían más bien en los aspectos lícitos o ilícitos y en las posibles consecuencias. Las mujeres, que siempre han gozado de un poder inferior al de los hombres, han denunciado en cambio el uso del poder en las relaciones sexuales, del cuál eran casi siempre víctimas.
Búsqueda de la verdad
Estas dos consecuencias de las revoluciones del siglo XX –la posibilidad de hablar de sexo y de denunciar las injusticias sin levantar sospechas sobre uno mismo, revelando la trama de poder subyacente– han abierto las puertas a la nueva sensibilidad frente a los abusos sexuales, que hoy condenamos con severidad escuchando las palabras de las víctimas. Se trata de una revolución recién iniciada, cuyos efectos se hacen oír desde hace poco y cuyas consecuencias aún no podemos prever.
Una que ya vemos es que ahora las instituciones no pueden garantizar nada a los acusados: cada uno debe responder de sí mismo, en un clima en que la búsqueda de la verdad ha cancelado la antigua tentación de esconder el mal para salvar la imagen de la institución a la que pertenece, sea la familia, el colegio, el equipo de deporte o a comunidad religiosa.
Esta nueva severidad, esta búsqueda de la verdad ya compartida debería, con el tiempo, disminuir los casos de abusos, y sobre todo hacer que todo el mundo sea más consciente del mal que todo esto comporta. Lo esperamos sobre todo de la Iglesia católica, donde el abuso sexual a menudo es precedido y acompañado de abusos de autoridad y conciencia, y donde la decisiva intervención de Benedicto XVI primero y de Francisco ahora está siguiendo un camino valiente en la búsqueda de la verdad. Incluso cuando esta es incómoda, muy incómoda.