La mujer en oración tiene la cabeza cubierta por un ligerísimo velo, las manos unidas en el candelabro de nueve brazos, una januquiá. Acaba de encender las velas y está murmurando la bendición, toda recogida entre las manos haciendo una copa y la cabeza velada. Es un cuadro, uno de los primeros que pintara Antonietta Raphaël Mafai representando a su madre. En otro cuadro, pintado en 1931 en Londres, vemos un Yom Kipur en la sinagoga. Está lleno de cabezas de judíos en oración y en el fondo se ve una pequeña figura “muy mística”, como ella relata en una carta a su esposo, Mario Mafai, como si la tela gozara de alguna autonomía y se pintara por sí sola.
Son cuadros cargados de silencio, de recogimiento, de oración. Podríamos definirlos como cuadros llenos de misticismo. Y sin embargo, Antonietta estaba lejos de ser una mística o siquiera una mujer religiosa. Ya la pintura era de por sí una transgresión para una judía, como lo era para Chagall, del cual Antonietta había sido definida por el crítico Roberto Longhi como “una hermanita de leche”. Pero la pintora había tenido una vida intensa y turbulenta, llena de los mismos colores que utilizaba en sus extraordinarias telas.
Sus viajes por Europa
Había nacido en 1895 en Ekaterinoslav (hoy Dnipropetrovsk), una ciudad de la Ucrania rusa situada al norte del Mar Negro. Era hija de un rabino y de parte de madre descendía de una importante familia rabínica de Vilnius de origen sefardí. Su madre, Kaia, era una mujer fuerte. En 1905, después de la muerte de su marido, Kaia se trasladó a Londres donde ya vivían sus hijos mayores, llevando consigo a la pequeña Antonietta. Del shtetl ruso a Londres el salto no fue pequeño. Antonietta, que tenía diez años en el momento de la llegada a Londres, eligió estudiar música y se diplomó más tarde en violín y piano.
Tenía delante de sí una prometedora carrera, que, sin embargo, fue truncada por un bloqueo nervioso que le impedía presentarse en público. Cambió de modalidad artística y comenzó a frecuentar el mundo cultural londinense, donde se hizo amiga de pintores y escultores y hasta llegó a formar parte de una pequeña compañía de teatro. En 1922 la muerte de su madre la impulsó a abandonar Londres. Quería viajar por el mundo, por Francia, ir después a Roma. Pero allí se detuvo.
En Roma conoció a un joven pintor romano, siete años más joven que ella: Mario Mafai. Fue el comienzo de una historia de amor, de pasión y de rupturas que marcará para siempre la vida de ambos. Nacen tres hijas, primero Myriam, después Simona y, por último, Giulia. En un hermoso libro de memorias de Giulia descubrimos la vida turbulenta pero también severa de la familia, con Antonietta, que representaba su motor, Mario siempre un poco aislado, aunque muy vinculado a sus hijas, y las chicas fuertemente unidas por una relación sumamente intensa con esa madre tan fuera de lo común, que las pintó de mil formas y que, no obstante, era también capaz de abandonarlas un poco.
“Durante años creí ella que era única, distinta de todas las madres, de todas las mujeres que había encontrado”, escribe de ella Giulia en su libro ‘La ragazza con il violino’, (La chica con el violín).
Mario se afirma, Antonietta también, aunque de manera menos “canónica”. Junto con Scipione forman la que se ha definido como la escuela romana de via Cavour. Pero pronto, para no hacer competencia a Mario, aunque tal vez también para diferenciarse más, Antonieta se dedicó a la escultura. Se van a París, y después Antonietta se marcha sola a Londres y permanece allí durante algunos años. Allí reencuentra a los amigos de otro tiempo, estudia escultura, retoma posesión de sí misma.
Escultura
Cuando regresa establece su estudio en Piazza Independenza. Como escultora tiene necesidad de espacio, sus esculturas son grandes, tienen que respirar. Son los años de la Fuga de Sodoma, del Narciso. Antonietta queda como una figura anómala en el panorama artístico italiano, y solo encontrará su afirmación en los años cincuenta, cuando llega a ser una artista conocida y asentada. Las leyes raciales hacen que la familia entera se refugie en Génova: Antonietta es judía, las hijas son mixtas y no bautizadas. Pero después del 25 de julio regresan a Roma, creyendo que todo había terminado.
Durante los meses de la ocupación están en Roma, más o menos escondidos, protegidos por su inconsciencia más que por las medidas de seguridad tomadas. Todos sabían que estaban allí, su casa estaba siempre llena de amigos y partisanos. Sobreviven, y la vida se reinicia, dedicada totalmente al arte en aquella Roma extraordinaria de la posguerra, recorrida por fermentos culturales enormemente vivaces, pobre y vital. Mario muere en 1965, Antonietta lo sobrevive diez años y continúa esculpiendo, viajando, manifestando hasta el fin su increíble vitalidad. Se va a Sicilia sola y la confunden con una loca escapada del manicomio. Viaja a China y se desvanece de emoción al ver despuntar el alba sobre la Gran Muralla.
Es una pintora distinta de las demás pintoras italianas, también de las judías. La fuerza del mundo judío de la Europa oriental, ese mundo inmortalizado precisamente por la pintura de Chagall, prorrumpía de sus pinturas. Como en La chica con el violín, justamente el violín, el instrumento preferido de los judíos según lo indica el antiguo chiste: “¿Por qué? ¿Has probado alguna vez huir llevando un piano al hombro?”.
Y después, la inspiración mística, que nos recuerda a los jasidim con sus rizos, a los vestidos oscuros de los rabinos del Este. Nada en su vida nos habla de una Antonietta religiosa según las normas del judaísmo, pero todo en su pintura y en su arte nos habla de una judía plena y totalmente tal, que, tal vez, no acude a la sinagoga en Kipur para orar, pero que va para observar la oración de los otros y disecar su alma. Para esta descendiente de dinastías de rabinos, esta era también una manera de vincularse a su larga historia. Y de orar, aunque fuese, como en todo lo que hacía, de forma diferente que los demás.