Tribuna

Nelson Mandela: el poder de la reconciliación como legado

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“Por la forma en que habla a sus hermanas y a sus amigos puedo decir que tiene inclinación por ayudar a la nación”, había dicho un enfermo Gadla Henry en 1930 al jefe supremo de la tribu de los ‘thembus’, tras encomendarle el cuidado de su hijo Nelson Rolihlahla. Lo que probablemente nunca sospechó era que aquel muchacho que había crecido en un fértil valle situado en las onduladas colinas del Transkei, entre maizales, acacias y verdes prados en los que pastaba el ganado, superaría con creces todas sus expectativas. El pequeño Rolihlahla, que hoy habría cumplido cien años, tenía encomendado un destino más elevado: refundar Sudáfrica sobre las bases de la tolerancia racial y la cooperación con la misma firmeza con que los ideólogos del ‘apartheid’ lo habían hecho cuatro décadas atrás sobre el fundamento de la intolerancia y la segregación. Y supo cumplir con éxito su misión.

Retrato de Nelson Mandela

Retrato de Nelson Mandela, en un acto en recuerdo del mandatario sudafricano

El joven Mandela se graduó en Fort Hare, la prestigiosa universidad fundada por los misioneros escoceses conocida como “el Oxford de los negros”. Fue allí donde entró en contacto con la organización en la que militaría durante el resto de su vida y donde despertó su conciencia política: “Empezaba a comprender que un hombre negro no tenía por qué tolerar las docenas de pequeñas indignidades a las que se ve sometido día tras día”. Estaba preparado para emprender una carrera por lo que él mismo describió como “una lucha por la dignidad humana”. Dicho y hecho. Se alistó en la rama juvenil del Congreso Nacional Africano (CNA) sin atender a la premonitoria advertencia que en 1943 le dirigió un agente inmobiliario blanco: “Si te metes en política, tu profesión sufrirá y tendrás problemas con las autoridades. Perderás a todos tus clientes, te quedarás sin dinero, destruirás tu familia y acabarás en la cárcel. Eso es lo que ocurrirá si te metes en política”. Y no tardaría en comprobar la verdad que proclamaba el ferviente cristiano y presidente del CNA, Albert Luthuli: que el camino a la libertad pasa por la cruz.

Testamento político

En el famoso juicio de Rivonia que le condenó a cadena perpetua, proclamó aquel bello alegato considerado su testamento político: “He dedicado toda mi vida a esta lucha del pueblo africano. He combatido contra la dominación blanca y he combatido contra la dominación negra. He abrigado el ideal de una sociedad democrática y libre en la que todas las personas vivan juntas en armonía y tengan las mismas oportunidades. Es un ideal por el cual vivo y que espero lograr. Pero si es necesario, es un ideal por el que estoy dispuesto a morir”.

Mandela había afirmado en una ocasión que las prisiones de Sudáfrica estaban concebidas para incapacitarles, de forma que nunca volvieran a tener la fuerza y el coraje de perseguir sus ideales. Pero su desánimo se vio pronto reemplazado por la certeza de que comenzaba una lucha diferente. Exigía a sus carceleros ser tratado con el respeto y la dignidad que todo ser humano merece, procurando mantener intacta la actitud que le había caracterizado en su tiempo de militancia en libertad: “Caminar erguido como un hombre y mirar a todos a los ojos con la dignidad que produce el no haber sucumbido a la opresión y al miedo”. Luchó por mantenerse firme y no renunciar a sus principios, impulsado por esa sensación de fuerza que emana de tener el derecho y la justicia de tu parte.

El crisol de la cárcel

“La prisión es una especie de crisol, una dura prueba en la que queda al descubierto el carácter de un hombre. Bajo semejante presión, algunas personas muestran su valor, mientras que otros se revelan (…). Es en las situaciones difíciles donde el carácter alcanza su auténtica expresión”, afirmó tiempo después al reflexionar sobre su experiencia en Robben Island. Y él había sabido aprovechar la ocasión para hacer aflorar lo mejor de sí mismo. En la soledad de la celda, emprendió un viaje al interior de sí mismo que transformó el temperamento y la voluntad de aquel impetuoso y prometedor abogado negro, preparándole para la difícil tarea de la reconciliación. Todavía en prisión, inició las negociaciones que pondrían fin a uno de los regímenes políticos más injustos del planeta. Y lo hizo bajo la firme convicción de que la reconciliación con el enemigo era posible. A su salida de la cárcel, poco quedaba de aquel joven e impaciente que, como él mismo reconocería más tarde, “no veía virtud alguna en la espera”. En aquella peculiar universidad en que se convirtió Robben Island, Mandela había aprendido algunas lecciones esenciales: que ser libre no es solo desprenderse de las cadenas, sino vivir de un modo que respete y aumente la libertad de los demás; que incluso los hombres más duros son capaces de cambiar si se consigue llegar a su corazón; y que un dirigente debe siempre matizar la justicia con el perdón.

El poder del perdón

“Los grandes líderes saben cuándo ha llegado el momento de perdonar”, dijo refiriéndose a él la profesora de Harvard Rosabeth M. Kanter. Sin duda, Mandela lo sabía. Por ello inició un camino que hizo de la reconciliación el elemento central de su estrategia política. Sorprendiendo a propios y extraños, a su salida de prisión realizó una serie de gestos de reconciliación sin precedentes, mostrando el poder redentor del perdón. Por ello, cuando el periodista John Carlin le pidió en una ocasión a Desmond Tutu que definiera a Mandela con una palabra, no dudó un instante: “magnanimidad”.

Mandela luchó denodadamente por contener la violencia que se desataba en el país, y tendió la mano a todos los grupos. Trató de conjurar el miedo de la comunidad ‘afrikáner’ y persuadirles de que tenían un lugar en la nueva república democrática. Se embarcó en la difícil tarea de configurar un gobierno en el que cualquier sudafricano se sintiera representado, haciendo realidad aquel viejo sueño expresado en la famosa ‘Carta de la Libertad’, que proclamaba que Sudáfrica pertenecía todos los que vivían en ella. Había conseguido que su pueblo dejara atrás un oscuro pasado y se encaminara hacia la construcción de una nueva nación, la “nación del arcoíris”, como la bautizó Desmond Tutu.