Tribuna

La música, obstinada promesa de regeneración

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El mito de Ulises es un mito de la soledad. El irrealizable deseo del regreso se convierte en el siglo XX en la narración del desarraigo de pueblos enteros, del errar sin fin en busca del sendero a casa.

“¿Cuántas fronteras han de atravesarse antes de llegar a casa?”, se preguntaba al comienzo de los años noventa el director de cine griego Theo Angelópoulos (1935-2012) a propósito de su película ‘El paso suspendido de la cigüeña’ (1991). El año de la disolución de las fronteras, (la caída del comunismo, la explosión de los Balcanes, el trágico comienzo de una migración de pueblos todavía en curso que redefine nuestras ideas de tradición, de nación, de casa), es el comienzo de una odisea cuyo puerto de destino aún no divisamos. El hilo que con alternos resultados procuró devanar el director griego, desde ‘El apicultor’ (1986) pasando por ‘La mirada de Ulises’ (1955) y ‘La eternidad y un día’ (1998, en francés) hasta ‘Eleni’ (2004) y ‘El polvo del tiempo’ (2008), ha encontrado una voz no episódica en las columnas sonoras de Eleni Karaindrou.

De esta compositora aislada, nacida en un pueblito de la Fócida en 1941, que supo tocar con levedad y poesía cuerdas profundas del drama del tiempo que vivimos, querríamos decir alguna cosa, hacer una invitación a la escucha y, al mismo tiempo, a la reflexión. Si la música de películas se considera como un género ligero que debe evitar los problema constructivos, de ejecución y de forma propios de la música culta, la escritura de Karaindrou trasciende las convenciones del género: el cine y el teatro son, en realidad, la desembocadura natural de un itinerario que procuró siempre establecer un clima emotivo con el oyente.

Exilio y encuentro

La asociación con Angelópoulos no fue solamente una feliz colaboración (Karaindrou trabajó también con Christofis, Xantópoulos, Marker, Dassin, Margarete von Trotta), sino una afinidad electiva. Exiliados ambos de la Grecia de los coroneles (1967-1974), solo habrían de conocerse en 1982 en el Festival Internacional de Cine de Salónica. “Uno de mis trabajos (‘Rosa’, de 1982) le había “hablado”, relata la compositora: “Theodoros no es un profesional, es un poeta”.

El encuentro con Angelópoulos había estado precedido en 1976 por el que Karaindrou tuviera con Manfred Eicher, fundador y director artístico de ECM (Edition of Contemporary Music), la casa discográfica que difunde y hospeda a músicos como Arvo Pärt, Giya Kancheli y Keith Jarrett, entre otros. A través de ese contacto, la paleta sonora de Karaindrou se enriquece con colores nunca antes imaginados: el saxofón de Jan Garbarek, “el sonido ardiente y sensual de la viola de Kim” (Kaskashian).

Eleni Karaindrou se interesa por todo lo que en la música contemporánea es investigación en profundidad, pero no se ve atraída por el experimentalismo como fin en sí mismo. La pregunta crucial es si el artista, el músico, puede estar desarraigado del sufrimiento humano. La música de Eleni se deja quemar por la materia misma a la que procura dar voz: el mudo destino de los exiliados, de los clandestinos, de los que van de camino en el éxodo de la vida; la desesperada soledad de Medea abandonada que decide matar a sus propios hijos.

Lágrimas como purificación

Su arte nos regala emociones profundas explorando zonas irredentas de nuestra alma: pero, como en la tragedia griega, el carácter estremecedoramente cantable de los temas acompaña la acción dramática hacia su catarsis. Su musa es melancólica, no es difícil llorar abandonándose a su abrazo, pero es un llanto que conduce a una extraña felicidad: lágrimas como purificación, catarsis, regeneración. “Antes de comenzar a escribir siento dentro de mí algo como el trabajo de parto”. Es una música que actúa mayéuticamente en el oyente, como en los coros femeninos de las músicas de escena para Medea, culmen de la devastación trágica y, al mismo tiempo, promesa obstinada de regeneración.

Las corrientes de los ríos sagrados remontan a sus fuentes / y la justicia y todo vuelven a empezar […] / Pero lo que se dice sobre la condición de la mujer / cambiará hasta conseguir buena fama, / y el prestigio está a punto de alcanzar al linaje femenino.

La música de Eleni Karaindrou ayuda también a soñar, como cantan los versos de la lírica de Christofis:

Rosa [Luxermburg]: Mi nombre es Rosa / y soy la canción del alma. / En la cima de los techos, / más allá del viento / procuré cambiar el mundo y me transformé en un canto / para salvar el sueño.

La vena onírica no abandona a la compositora griega ni siquiera en sus obras dramatúrgicamente más complejas: las músicas de escena para las ‘Troyanas’ de Eurípides, un “grito contra la guerra”; ‘The Weeping Meadow’ (‘La pradera que llora’, que en la distribución española se conoce como ‘Eleni’); la ‘Elegía del desarraigo’: “La pradera llora, siempre tiene llanto, no importa cuánto siga implorando la gente. Habrá siempre un lamento para Astianate, para una Ecuba”.

El empleo de los instrumentos folclóricos griegos, la lira de Constantinopla, el kanonaki, el arpa, el ney, el santouri, el laúd, el daouli, “sonidos de Oriente, griegos pero también globales”, se produce de manera no tradicional, según una intención que extraña: “Estaba segura de que solo estos sonidos podían pintar el paisaje de las mujeres troyanas (…) que dieron una lección de moralidad y grandeza interior a los conquistadores griegos”. Son los sonidos y los colores de una geografía interior que canta el desarraigo contemporáneo.

Eleni Karaindrou sabe que ya no hay ‘Itaca’ que espere a Ulises, pero la música puede cantar indefinidamente su nostalgia haciéndola presente en el deseo, en el coraje de continuar esperando. Al aforismo de Garbarek, “se podría decir que vivo en un vecindario espiritual, esparcido geográficamente alrededor del mundo”, responden los versos de Georgios Seferis, que Eleni gusta de repetir para sí: “Dondequiera que viaje, Grecia sigue hiriéndome”.