Los informes
Hace poco más de una semana conocíamos el contenido de un completo informe de la Justicia chilena con todos los casos de abusos cometidos por miembros del clero y de la Iglesia en las últimas décadas. Aunque muchos casos eran conocidos por el exhaustivo documentos elaborado por el Vaticano tras la visita de Charles Scicluna y la filtración de la intervención del papa Francisco con los obispos del país austral; la lectura de las listas de abusadores y el testimonio de las víctimas no deja de ser un mazazo en quienes defienden a los últimos de los últimos como parte de su compromiso evangélico.
Ahora, hace apenas una semana, dentro de la depuración de responsabilidades del pasado hemos podido acceder a un amplísimo informe elaborado por un Gran Jurado de la Corte Suprema del estado de Pensilvania (Estados Unidos). A las puertas del Encuentro Mundial de las Familias de Irlanda –que sigue al de Filadelfia, precisamente la capital del estado en cuestión–, en más de 1.000 páginas desenmascara a unos 300 acosadores y enumera un millar de víctimas directas e identificadas. Los testimonio, una vez más son aberrantes: una niña en un hospital, monaguillos octogenarios que aún siguen con un bloqueo emocional, catequesis infernales… Cada historia parece más increíble que la anterior… y más en quien está llamado a difundir el Reino de Dios y su justicia, en anunciar a ese Jesús que pone a un niño en el centro para que los discípulos sepan que en los más indefensos se muestra Dios.
Las reacciones
Muchos medios han recogido las palabras de Francisco, heredero del endurecimiento de los protocolos llevado a cabo en tiempo de Benedicto XVI –no olvidemos lo positivo que fue para muchas víctimas ver recluido en 2006 a Marcial Maciel, impensable apenas unos antes donde recibió respaldos explícitos aunque las primeras acusaciones se remontaban a los años 40 del siglo pasado–. El papa, a través del portavoz Greg Bruke, nuevamente habló de la “vergüenza y el dolor” que suscitan estos hechos en toda la Iglesia. Frente a la usencia de autocrítica que escasea en la comunicación de las instituciones, Burke –que conoce bien y desde dentro los procedimientos implantados en los últimos tiempos– reconocía sin problema que “la Iglesia debe aprender duras lecciones de su pasado y debería haber asunción de responsabilidad tanto por parte de los abusadores como por parte de los que permitieron que se produjera”. Definiendo a los abusadores como “criminales” (sic), señalaba que “las víctimas deben saber que el Papa está de su parte”. “Aquellos que han sufrido son su prioridad y la Iglesia quiere escucharlos para erradicar este trágico horror que destruye la vida de los inocentes”, prosigue el comunicado.
Antes de estos, las 6 diócesis objeto del informe de Pensilvania habían emitido diferentes comunicados y han recalcado todos sus programas de atención a las víctimas, a los familiares y a toda la comunidad eclesial. De hecho, no ha cogido por sorpresa a esta iglesias el informe ya que han colaborado ofreciendo información e, incluso, las investigaciones de algunas diócesis llegan más allá apuntando otros casos y tomando medidas con otros sacerdotes. La propia Conferencia Episcopal de los Estados Unidos, a través de un comunicado de su presidente, el cardenal Daniel N. DiNardo dejó de lado un lenguaje retórico y providencialista intraeclesial para anunciar claramente tres objetivos inmediatos y tres criterios de urgente aplicación: la investigación total del caso de encubrimiento del cardenal McCarrick, la apertura de nuevos canales de denuncia y la aplicación de un procedimiento más rápido y eficaz de atender a las denuncias; la independencia de los investigadores, adaptar la autoridad de la Iglesia a esas investigaciones y la implicación de más laicos aunque las investigaciones sean canónicas. Y es que, aseguraba DiNardo, las víctimas se merecen que la Iglesia llegue hasta el final y los cristianos –sacerdotes incluidos– que intentan vivir con coherencia y honestidad, también. “Esto es una catástrofe moral. Es también parte de esta catástrofe que tantos sacerdotes fieles que están persiguiendo la santidad y sirviendo con integridad han sido manchados por esta falta”, escribía.
Entre las reacciones también contamos, en esta ocasión en la que aparece desterrarse el silencio de prudencia que tanto ha imperado en muchos temas en la Iglesia Católica, el cardenal Sean O’Malley –que acaba de emprender una investigación en su seminario de Boston tras unas acusaciones aparecidas en el Facebook de la diócesis– que es presidente de la Pontificia Comisión de Protección de Menores ha escrito una carta. En ella justifica el hecho de que tanto los católicos como la sociedad civil han perdido la confianza en los obispos de la Iglesia en Estados Unidos.
Una indignación y “pérdida de paciencia” que “es producto de pecados y errores clericales. Como Iglesia, la conversión, transparencia y responsabilidad que necesitamos, solo es posible con la participación y el liderazgo significativo de los laicos”. En esta opción los laicos, que también ha insistido la Conferencia Episcopal de los Estados Unidos, se refleja la opción de contar por auténticos expertos en la atención a las víctimas y a la comunidad. Asumiendo los errores, O’Malley muestra cierta esperanza asegurando que “si la Iglesia sigue adelante reconociendo en profundidad lo ocurrido, el futuro puede brindar la oportunidad de volver a ganarnos la confianza y el apoyo de la comunidad de católicosy de nuestra sociedad”.
El futuro
Para el Vaticano el informe estadounidense tiene una brizna de esperanza. El hecho de que las denuncias se detengan en 2002 parece indicar que los protocolos de tolerancia cero comienzan a funcionar. “Os prometo que seguiremos el camino de la verdad, adondequiera que nos lleve. El clero y los obispos serán llamados a rendir cuentas si han abusado de niños o no han podido protegerlos”, son palabras del papa Francisco en Filadelfia en 2015 a un grupo de víctimas. El discurso sigue intacto y poco a poco se van depurando responsabilidades.
Se ha caminado mucho en estos últimos años, ante una dolorosa situación que la Iglesia –y aún ocurre en otros ámbitos sociales– ha vivido como si no existiese. La pérdida de credibilidad institucional –lo hemos visto en Irlanda y sus últimos referendos o en Chile durante la visita de Francisco– conduce necesariamente a una falta de fe ante la ausencia de testigos que trasparenten la fuerza transformadora del cristianismo. En este sentido, me quedo con unas de las últimas líneas de un comunicado del obispo de Harrisburg, Ronald W. Gainer, escrito en estos días. A todos los fieles de su diócesis les decía: “Quiero que los niños, los padres, los feligreses, los estudiantes, el personal, el clero y el público sepan que nuestras iglesias y escuelas son seguras; no hay nada que tomemos más en serio que la protección de aquellos que atraviesan nuestras puertas”. Sin duda, tarea urgente para quienes se sienten Iglesia.