La comunidad internacional mira hacia otro lado ante el emergente poder económico del poder asiático
(José Carlos Rodríguez) “Tenéis una misión de gloria”, dijo el ministro chino de Deportes, Liu Peng, en la presentación de su equipo olímpico formado por 639 atletas –el más numeroso jamás presentado por ningún país– cuando faltaban diez días para el inicio de los Juegos en Pekín (8 al 24 de agosto). Ese mismo día, Amnistía Internacional (AI) llamaba la atención sobre una situación poco gloriosa en China: el deterioro en el cumplimiento de los derechos humanos durante los meses previos a la celebración del evento.
En un informe titulado Cuenta atrás para la Olimpiada. Promesas rotas, la organización acusó a Pekín de endurecer la censura de prensa, incrementar las detenciones sin juicio, bloquear páginas web y usar campos para “reeducar” a activistas de derechos humanos y periodistas.
Desde que, en julio de 2001, el COI concedió a China la organización de los Juegos, los derechos humanos han sido tema recurrente. De un país anfitrión se espera que esté a la altura de la Carta Olímpica, la cual afirma que “el olimpismo se propone crear un estilo de vida basado en el respeto por los principios éticos fundamentales universales”. Hace siete años, el Gobierno se comprometió a respetar estos valores y a mejorar la situación de los derechos y libertades. Pero, según AI, ha ocurrido lo contrario. La voz de esta ONG no ha sido la única que se ha alzado denunciando esta situación. Muchos otros han recordado que, con su poder de veto en el Consejo de Seguridad de la ONU, China ha impedido la aplicación de sanciones contra la dictadura de Zimbabwe o el régimen de Sudán y su política genocida en Darfur.
Pero cuando más arreciaron las protestas fue en marzo, tras la represión contra los monjes tibetanos que se manifestaron en las calles del Lhasa y la antorcha olímpica fue recibida con estruendosas protestas a su paso por varias capitales europeas y americanas. Y es que Tibet es una de las tres ‘T’ que China aún no ha digerido. Las otras dos son Taiwán y Tianammen, la plaza donde más de un centenar de personas fueron masacradas por el ejército en 1989. Precisamente, durante el aniversario de esta matanza en junio pasado el cardenal de Hong Kong, Joseph Zen Ze-kiun, declaró que un “re-examen” sobre este caso sería una victoria más importante para el pueblo chino que muchas medallas olímpicas.
Hay quien piensa que los occidentales quieren imponer modelos de derechos humanos ajenos a Oriente. Allí, “lo colectivo es lo importante –dice Javier Cremades, que acaba de publicar el libro China y sus libertades–. Las exigencias sociales son prioritarias frente a las propias y eso ha hecho que no haya una gran demanda de derechos individuales fundamentales”. El P. Daniel Cerezo, misionero en China durante 16 años, sin embargo, matiza bastante esta afirmación: “Los líderes chinos suelen decir que para un chino el trabajo, la educación y la salud son más importantes que los derechos y libertades, pero no olvidemos que Taiwán y Hong Kong son también parte de la cultura china y en estos lugares hay una gran conciencia y actividad a favor de los derechos humanos”.
¿Inversión o dignidad?
Al final, China interesa mucho más como potencia económica –la cuarta del mundo- que como modelo de respeto a la dignidad humana, y los Juegos mueven grandes cantidades de dinero y abren oportunidades de inversión. Quizás por eso, cuando el Departamento de Estado norteamericano publicó en marzo su informe anual sobre países en los que no se respetan los derechos humanos, a nadie se le escapó que es el primer año en el que no incluye a China. Esta ambigüedad ha estado presente en la actitud de los líderes mundiales sobre su presencia en los Juegos. El presidente francés, Nicolas Sarkozy, decidió finalmente asistir, así como también George Bush.
Y es que China –el país más poblado del mundo, con sus 1.300 millones de habitantes– produce la cuarta parte de todas las manufacturas del mundo, especialmente electrodomésticos y textiles. Desde que en los años 1980 el presidente Deng Xiaoping terminara con las ineficientes comunas de la “revolución cultural” e introdujera la iniciativa privada como motor económico, las multinacionales acudieron en masa atraídas por los bajos costes de una mano de obra muy trabajadora. ¿Capitalismo o comunismo? Deng Xiaoping solía decir que no importa que el gato sea blanco o negro con tal de que cace ratones. Dos décadas y media después, China es el primer socio comercial de la UE, y un privilegiado de los Estados Unidos, que permite que entren sus manufacturas como si hubieran sido fabricadas en territorio patrio. Y con su ansia de lograr los abundantes recursos de África tan necesarios para su economía, el gigante asiático ejerce hoy allí una nueva colonización. Al final, sucede lo que decía el antiguo presidente del COI, Juan Antonio Samaranch: “Es curioso que todo el mundo se acuerde de los derechos humanos cuando hay una prueba deportiva y, en cambio, en las relaciones comerciales y económicas no existen”.