Tribuna

El eco del catequista

Compartir

Cuando tenía unos 8 años con un grupo de primos nos entreteníamos jugando al eco. En el campo de mi abuela había un arroyo y del otro lado una pared alta de roca que, por esas cosas de la resonancia, repetía lo que le decíamos. Ahí desarrollábamos la creatividad para tener conversaciones divertidas con nuestro vecino el eco. Por ej. gritábamos ¡Enrique! Y el eco devolvía qué, preguntábamos ¿hay vino? Y escuchábamos no, ¿tenés bici? Y contestaba ¡si!. Largos ratos pasábamos inventando palabras de modo de conversar con aquella pared que repetía fielmente lo que le decíamos.

La palabra catequesis tiene una raíz griega que significa dar instrucciones en voz alta, resonar, hacer eco.

Pensando en primera persona, el catequista es quien nos mostró la fe, nos educó en la religión, nos enseñó a rezar, nos preparó para los sacramentos, nos invitó con su testimonio a ayudar a los demás.

La misión del catequista es anunciar el Kerigma, la buena noticia de Cristo resucitado. Es quien recibe el llamado de ir por todo el mundo a anunciar el Evangelio a todos[1], llamado que no es un trabajo sino un estilo de vida. No se trata de transmitir las enseñanzas de un libro; ser catequista es mostrar con la vida el amor de Dios, por aquí comienza la misión de evangelizar: mostrar a los demás que son amados por Dios desde la propia experiencia de esa misericordia. Acudiendo a la imagen del eco, el catequista tiene que ser una roca firme que se haga eco de las enseñanzas de Jesús.

La tarea del catequista es la respuesta al bautismo, es el camino del hijo de Dios, es el discípulo misionero que no se guarda los talentos sino que los fructifica y siembra la semilla aún en campos áridos. Lo primordial es estar con Jesús, contemplarlo, dejarse querer y abrazar por Él, despertar el deseo de darlo a los demás, hacerse roca que no se altera ante las tormentas. Hacerse cargo del don del Bautismo, de ser Iglesia que peregrina y que contagia este estilo de amar y reparar corazones, de mostrar a Jesús resucitado. Después vendrá la formación, el estudio, la preparación y la creatividad para que el eco sea lo más coherente posible.

Siempre admiré la tarea del catequista, en su mayoría mujeres, que con entusiasmo paren hijos para la fe, nada las detiene intentando una y otra vez para dar a Jesús a cuanto niño, joven o adulto pase por sus corazones. Mi predilección la tienen aquellas de los lugares más pobres. Mujeres guerreras que, además de sostener una familia numerosa, se hacen tiempo para dar y darse, solventando ellas mismas gastos de los encuentros, formándose con esmero y rezando mucho. Conocen el contexto, la situación de cada uno y como quien pisa suelo sagrado, atienden delicadamente cada corazón. Caminan en comunidad, Biblia en mano con la alegría propia de aquellos que tienen el corazón lleno de paz por la presencia de Dios. Verdaderas santas de la puerta de al lado[2].  Cristianos que contagian porque están enfermos de Evangelio.

El llamado a ser catequista no es para algunos que son necesarios en la Parroquia para cubrir espacios de evangelización, el llamado es para todos. La familia debe ser la primera catequizadora. Dolorosamente en un mundo acostumbrado al delivery, solemos confiar el anuncio de Jesús solamente a la parroquia o al colegio católico, cuando es tan bonito aprender a rezar, a conocer a María, a confiar en Dios de la mano de nuestros padres.

Considero que el gran desafío de la catequesis es tomar conciencia de la primacía de la familia en el anuncio, de la vocación natural a transmitir la vida de fe desde la sencillez de rezar cada día, de bendecir la mesa, de vivir el amor al prójimo. Es aquí donde se hace indeleble el sello del amor de Dios y la mejor herencia que podemos dejarles a nuestros hijos. Después vendrán las demás enseñanzas y preparaciones específicas para los sacramentos.

Esa roca a la cual le hablábamos cuando éramos chicos, siempre contestaba en orden a nuestras palabras. Me parece que los catequistas, desde la etimología de su palabra y desde su misión, tienen que ser eco de la roca que es Jesús, quien siempre responde a nuestras demandas y está firme, no se mueve. Desde su vocación es un maestro que se identifica con su Maestro Jesús.

El catequista merece nuestro corazón agradecido, también oraciones por la fecundidad de tanta siembra gratuita y finalmente necesita el apoyo para que su tarea sea considerada un servicio y no una servidumbre.

Son privilegiados discípulos misioneros de Jesucristo para que nuestros pueblos en Él tengan vida[3].

 

[1] Marcos 16,15.
[2] Papa Francisco, Gaudete et esxultate, 21.
[3] CELAM, Documento de Aparecida, 22