(Alberto Iniesta– Obispo Auxiliar emérito de Madrid) Aquel gran obispo catequista del siglo pasado, don Manuel González, en proceso de canonización, escribió un libro de intención pastoral que hizo mucho bien: Lo que puede un cura hoy. Pero, andando el tiempo, escribió otro, lleno de sabiduría, que hizo no menos bien: Lo que no puede un cura hoy.
Los cristianos podemos tener a menudo dos tentaciones muy peligrosas y contradictorias: una, que lo podemos todo, y la otra, que no podemos nada. Con lo cual, habitualmente, al final no hacemos nada. La caridad cristiana nos impulsa a hacer el bien, pero debe aceptar humildemente el consejo de la prudencia, no de la prudencia de la carne, sino la del Espíritu. Jesús mismo se puso límites en ciertos aspectos. Él no venía a suprimir los médicos, los panaderos ni los sepultureros. Con sus milagros quería en principio anunciar algo aún más grande, una salud divina, un banquete real y una vida inmortal.
Tengamos, además, en cuenta la clave de la vida cristiana, como expresamos en el Padrenuestro: Venga a nosotros tu Reino, y hágase tu voluntad. No la nuestra, sino la suya, para la que Él nos da fuerzas, ocasión y ánimo interior, si somos fieles a su voz, escuchándola asiduamente en la oración. El Espíritu Santo, por medio de sus gracias ocasionales y sus carismas habituales, nos va llevando con fuerza y suavidad a cumplir lo que Cristo quiere hacer en nosotros, para gloria del Padre y el mayor bien de los hermanos.
En el juego de fuerzas de una sociedad secularizada, democrática y plural, cada una cumplirá su misión, buscando el bien común: los profetas, clamando y empujando por la utopía, alumbrando el horizonte y el camino, y los administradores y políticos, por la economía, preparando el terreno, sembrando el pan de cada día y repartiéndolo con justicia y caridad. Y los cristianos debemos colaborar en ese juego, buscando el bien común, cada uno según su ministerio y vocación.