Es evidente para todos que la vocación sacerdotal, y la misma manera de vivir este ministerio, sufre hoy una fuerte crisis. Esta crisis, sin duda, requiere un replanteamiento general que también implique a los laicos, es decir, aquellos al servicio de quienes se ha creado el ministerio sacerdotal. Por parte de los sacerdotes se habla poco al respecto, casi nunca en términos autobiográficos y, sobre todo, tratando, sin hipocresía, el tema de la vocación y su realización como ser humano. De ahí que deba considerarse como algo valioso el libro de Pablo d’Ors, escritor y sacerdote español, titulado ‘Entusiamo’-que acaba de editarse en Italia, donde deja claro que se mueve por un terreno inexplorado, el de la sinceridad sin adornos, pero capaz de restaurar el poder y la felicidad de una vocación recibida y acogida.
El autor deja claro desde las primeras páginas que escuchar y acoger una vocación que proviene de Dios es, para un ser humano, la razón más grande para la felicidad, la fuerza más poderosa sobre la cual se puede construir una vida humana. Un regalo, inmerecido y siempre milagroso, que ofrece una respuesta a la pregunta que todo ser humano pregunta: ¿por qué estoy en el mundo? ¿qué sentido tiene mi vida?
Una vocación, múltiples circunstancias
El protagonista de la novela autobiográfica de d’Ors es un hombre joven que, como todos los demás, plantea esta pregunta y recibe una respuesta no apoyada, inesperada, pero fuerte y decisiva: la vocación sacerdotal. Una vocación nacida de diferentes circunstancias, de las cuales solo una, la relación con un contemporáneo muy devoto durante una estancia de estudios en Estados Unidos, es de naturaleza religiosa. Los otros son la inmersión silenciosa en la naturaleza, la lectura apasionada de un escritor inspirado en el espiritualismo oriental como Hermann Hesse, y una película sobre Gandhi.
Una elección que luego madura en diálogo con dos religiosos muy diferentes, con la lectura de las historias de ‘El peregrino ruso’, texto fundamental de la tradición ortodoxa. Es evidente, en el contexto de este punto de inflexión, que el Espíritu realmente sopla dónde y cómo quiere, y que la relación con los sacerdotes, incluso si se busca y se sigue, puede no ser central en la aceptación de una vocación, que también se alimentará más de la lectura de Hesse que de sus estudios del seminario.
Pero, sobre todo, la vocación se nutre o se frena a partir de los acontecimientos que vive el joven seminarista, importantes experiencias de contacto con el mundo que organiza el seminario claretiano: trabajo constante en una parroquia cercana durante los fines de semana, y especialmente los días festivos dedicados a vivir en primera persona situaciones de marginalidad y sufrimiento, al servicio de dos personas con discapacidad, con un anciano sacerdote, con presos y, finalmente, con gran esfuerzo de nuestro autor, el trabajo manual de pintar una larga barandilla.
Experiencias contadas con una chispa que hace que el lector participe en las emociones y ansiedades del joven, sobre todo al estar escritas con una sinceridad desalentadora, a la que no estamos acostumbrados a las biografías de los eclesiásticos.
Preocupación por la “normalidad”
Gran espacio en el libro se da a las reflexiones de d’Ors sobre el corazón de su vocación, el papel del sacerdote. Sus palabras son directas y siempre se basan en experiencias concretas, nunca ideológicas: “Me gusta vestir el hábito religioso en las celebraciones litúrgicas, no fuera: lo llevo con motivo de la misa para resalta su carácter de celebración, pero me lo quito una vez que se termina porque, si lo uso siempre, estaría proclamando al mundo que es más importante que mi persona. Nadie logra establecer una relación equitativa si otro usa un hábito religioso”. Para el autor, “el hombre religioso debe ser reconocido por lo que hace y dice, por cómo se ve y escucha, o por las personas que lo rodean, no por su túnica o por las vestiduras que lleva puestas”.
Su preocupación por la “normalidad” de los sacerdotes es constante, y conduce hoy a una reflexión muy relevante a la humildad con la que debe vivirse esta misión para no convertirse en un papel de poder: “Tú estás en contacto directo con Dios”. Esta historia de relación directa con el mundo celestial me ha sido repetida tantas veces que al final me pregunté si realmente lo es. Es un punto crucial. Desde ahí realmente puedes comenzar a deslizarte por un plano inclinado. Si crees en ello, no queda nada por hacer: has empezado a convertirte en un imbécil” y “dejas de ser normal”.
Obviamente, estas reflexiones también se refieren a la forma en que se preparan los sacerdotes: “Una buena pregunta es si la Iglesia realmente prepara a sus sacerdotes o si, por el contrario, ella se contenta con fabricar presuntos modelos de santidad que los fieles imaginan. Muy pocos estudios sobre el ministerio ordenado toman como punto de partida la realidad del sacerdocio actual; todo comienza desde los ideales, desde el horizonte al que debemos tender y desde las fuentes bíblicas o tradicionales en los que, como dicen, se funda el presbiterado”.
Distintos modelos de sacerdocio
Otro punto fundamental, según él, estrechamente ligado al problema de la exaltación del sacerdocio, es el hecho de que se “está exigiendo que los candidatos no sólo están equipados con la calidad requerida, sino también que deben tener el más alto grado; cualquier chico que siga la vocación es educado en la excelencia como objetivo y nunca en el desarrollo de los dones y el potencial que (…), sin duda, lleva consigo el seminario”.
Desde ahí, el objetivo se reduce a sólo tres modelos: “En la Iglesia hoy en día sólo hay tres modelos de sacerdote: el pastor, el misionero y el monje. Pero el sacerdocio, vuelvo a preguntarme, ¿necesariamente debe tener una configuración existencial tan miserable?”. Es a partir de esta miseria, esta ilusión para continuar a pensar que los sacerdotes son diferentes de otros seres humanos, que nacen fracasados: “Se ha dicho hasta la saciedad que muchas almas crecen y desarrollan sus alas a través de la mediación de algunos sacerdotes; pero se insistió poco, o insuficientemente, con respecto a muchas, muchas otras almas que crecen a pesar de los sacerdotes. En estos casos no se sirven para ayudar o para estimular, sino para impedir obstaculizar la acción de Dios”.
De sí mismo, a su ritmo, ofrece ejemplo de resbalones, ceguera, insuficiencias, pero también picos en los que su misión toma una nueva dirección, como en los días difíciles de su experiencia de la misión en Honduras, donde conoce los momentos reales iluminación poética. “Quiero hablar sobre el dolor de un pueblo como sólo puede hacerlo un cristiano: vivir, participando de su misterio, invocando a Dios frente a su omnipresencia, permaneciendo humilde en silencio esperando para ser revelado el secreto que contiene y que no es otros sino el de la vida”.
“La elegancia de la imperfección”
Así, al regresar a la luminosidad de la vocación original no puede dejar de preguntarse: “La fuerza de mi sacerdocio y la alegría de mi juventud fueron por lo menos un par de años tan intensos como para impulsar no sólo a mí mismo, sino también a los que estaban a mi lado a creer que solo si hubiera querido, que realmente podría llegar a ser un nuevo Gandhi, o un nuevo Helder Cámara, obispo de los pobres, o -quién sabe- un monseñor Romero, Ellacuría, un nuevo Casaldáliga.
¿Qué pasó después? ¿Por qué se fue apagando poco a poco toda esa luz? ¿Dónde están hoy esas ambiciones del joven ministro de la Iglesia, tan deseoso de servir a los crucificados y de implicarse en la evangelización?”. La pregunta permanece en el aire, el libro sólo habla de d’Ors juventud, los primeros años de su sacerdocio, su compromiso intenso y fuerte que choca con la realidad. Pero al final, nos gustaría saber más, nos gustaría decirle que vaya, que siga adelante … porque muchos de sus incursiones que iluminan, se aplican a todos nosotros, no sólo para los sacerdotes.
Como cuando nos aconseja: “Deberíamos empezar de nuevo de forma periódica. Para que una vida sea plena, deberíamos renacer por lo menos tres o cuatro veces”. O cuando escribe que “la perfección es para mí la elegancia de la imperfección. Y la elegancia es la humildad y buen humor, dos virtudes que se utilizan para ir de la mano”.
En este libro que entusiasma al lector, al igual que el título promete, sigue existiendo una laguna: las mujeres. No las niñas del catecismo, o las bellas jóvenes que se encuentra en la misión que, por supuesto, para un chaval de veinte años, son una tentación constante. No, las mujeres que estaban detrás de su vida, las que limpian el seminario que siempre describe la forma limpia y ordenada, las que preparaban la comida a los jóvenes seminaristas, y que sin duda se ha cruzado y visto en todos los años de su formación, pero sin “verlas”, sin preguntarse quiénes eran, por qué lo hicieron. O las mujeres en las parroquias, aquellas que organizaron las catequesis, la vida social, que mantuvieron una red la comunidad. En la segunda parte de este libro, que muchos esperan, confiamos que también haya espacio para ellas.