Vivir en las afueras de Madrid implica hacer bastantes kilómetros al día que, en mi caso, son en transporte público. Esto incluye atascos, autobuses repletos y muchas tensiones porque todo el mundo quiere llegar a tiempo a trabajar y, a veces, esto no resulta sencillo. Esta mañana, además, el conductor del bus en el que yo viajaba ha recibido desde la central la orden de desviarse para recoger a un grupo de viajeros cuyo autobús se había averiado y les había dejado tirados en el arcén de la carretera. No han faltado murmullos y quejas de mis compañeros de rutinas, pero a mí me han venido a la cabeza las llamadas “parábolas de lo perdido” de Lucas.
El tercer evangelista dedica todo un capítulo, el quince, a tres parábolas en las que los protagonistas son realidades “que se pierden”. Se pierde la oveja (Lc 15,4-7), una moneda (Lc 15,8-10) y dos hijos, uno fuera de casa y otro dentro de ella (Lc 15,11-32). Las tres historias que nos resultan tan conocidas comparten, además, que el hallazgo de aquello extraviado llena de alegría desmedida al pastor, a la dueña de las monedas o al padre que buscan lo extraviado.
Demasiadas veces me da la sensación de que nuestro problema en la Iglesia es que nos sentimos muy poco identificados con “lo perdido”. Aunque todos nos hemos vivido al borde del camino en más de una ocasión, como los viajeros de ese autobús averiado, enseguida se nos olvida que es ese estar extraviados y necesitados de que alguien se desvíe para recogernos es causa de alegría en el cielo (Lc 15,7.10). Quizá, si esto lo tuviéramos más presente, nos desviaríamos más de nuestros planes trazados para encontrarnos con otros… y se nos pegaría esa alegría de quien encuentra algo valioso.