Hay que reconocerlo: incluso hoy, que sabemos perfectamente como nacen los niños, que sabemos todo acerca de los gametos y de los embriones, y que incluso nos engañamos a nosotros mismos al creer que los hacemos en un laboratorio, también con las características deseadas – masculino o femenino, protegido de enfermedades congénitas – cada nacimiento es un milagro sobrecogedor.
Ese pequeño ser que se mueve, abre los ojos, te mira, come y duerme, dotado de vida propia, es auténticamente milagroso: y esto lo sabe quien haya visto un recién nacido, y haya observado sus ojos extraños, que no son todavía de este mundo. Más tarde los ojos del niño serán ojos humanos, infantiles, aquellos que todos conocemos: pero durante las primeras horas, incluso durante los primeros días, los ojos del recién nacido revelan que ha venido de un mundo trascendente, de otro mundo.
Por este motivo, en todas las sociedades tradicionales se ha creído siempre que los niños llegan del mundo de los muertos. Por esta razón, en los días más oscuros del invierno, aquellos en los que crees que la noche puede tragarse todo, y el mundo de los muertos gana al de los vivos, se hacen regalos a los niños: ellos son lo más cercano al más allá que tenemos a nosotros, y haciendo regalos a los niños se busca aplacar a los muertos. Por esto se pensaba que las mujeres, después del parto, debían pasar 40 días aisladas para después ser purificadas por la Iglesia: habían entrado en contacto, en el momento del parto, con el mundo de los muertos.
Una vida con finalidad
Hoy que todas estas creencias se han desvanecido, permanece el estupor ante este nuevo comienzo milagroso, porque, incluso ahora, tiene una gran parte incomprensible. ¿Por qué, entre las diversas posibilidades de encontrar un óvulo y un espermatozoide, la fecundación funcionó correctamente entre esos dos? Incluso el científico ‘creador’, el que fabrica niños en una probeta, se lo pregunta.
Porque en definitiva la creación de un nuevo ser humano nunca es decisión nuestra, sino de alguien que está por encima de nosotros. Y el niño recién nacido es la prueba de que, si este ‘alguien’ ha entrado en acción, es que existe.
Existe también un destino especial para cada ser humano, un fin para cada vida. El nacimiento es un momento solemne no solo porque señala el inicio, sino porque señala también el final: ha sido creado un mortal, un ser destinado a morir. La solemnidad del momento viene dada por esta implícita – pero fuertemente presente – evocación de la muerte junto a la vida que nace.
El poder de la mujer
Lo primero que se ve de un niño – incluso hoy que en general se sabe gracias a los exámenes a los que se somete la madre durante el embarazo – es el sexo. Incluso hoy, que es tan poco políticamente correcto hablar de hombre o mujer y que en tantos países existe la posibilidad de no marcar el sexo del recién nacido. En ese momento el sexo interesa tanto porque pocas cosas en el mundo revelan el sentido profundo de la diferencia sexual como el nacimiento: solo una mujer puede traer al mundo otro ser humano y, de modo más maravilloso si cabe, no a un ser humano igual – como sería en el caso de la partenogénesis – sino a un ser de sexo distinto.
Se trata de una capacidad sobrecogedora, de un poder tan fundamental para la sociedad humana, que ha determinado en los hombres la necesidad de garantizarse el control afirmando su dominio contra las mujeres, un modo de apoderarse de ellas.
Cada nacimiento afirma a voces que la idea de que no existen diferencias sexuales es una mentira, una mentira que solo se explica con la necesidad de esconder el misterio de dos diferentes que se convierten en uno en ese niño, un misterio inquietante como todos los misterios, un misterio que explica el sentido de la alteridad, de su necesaria existencia.
Cada vida es un misterio
Como ha escrito el psicoanalista jesuita Denis Vase, el derecho a todo nace de la negación de la diferencia de cada uno, lo que trae como consecuencia el desprecio del don que tiene como origen la diferencia. Nace de la dificultad de concebir el origen, es decir, que dos no hacen que uno se convierta en tres, cosa inconcebible para la razón humana: “el origen que lo funda – escribe Vasse – es el agujero, el abismo que lo pone en cuestionamiento una y otra vez” (Vasse, Le temps du dèsir, Seuil, 1997).
El recién nacido no es un juguete ni un muñeco. Es un ser que representa fuerzas poderosas y misteriosas, que recuerda a cada ser humano que la vida es un misterio, que acogerlo verdaderamente quiere decir que uno debe interrogarse acerca del sentido de vivir y de morir. Quiere decir que hay que asomarse al abismo, sin miedo.