La intercongregacionalidad no es una moda, sino una llamada del Espíritu. Su razón primera no es de carácter pragmático o funcional sino fundante. La vida religiosa es una forma de ser, de estar, de relacionarse y de compartir la vida. Sin embargo, quizás tengamos todavía un esquema un tanto dualista y productivista de la misión, identificándola con determinados espacios, tareas, horarios, algo que cogemos o dejamos según los roles y escenarios vitales que hay en nuestra vida, de modo que nuestros “haceres” y tareas se convierten incluso en una trampa para vivir la misión al modo de Jesús.
La intercongregacionalidad tiene una dimensión teologal, eclesial y misionera o socio-política. La dimensión teologal y eclesial está vinculada a una experiencia, una imagen de Dios. Nadie agota a Dios, ningún pueblo, cultura, género, religión, institución, forma de vida, sino que el rostro de Dios es un mosaico multicolor inacabado. Nadie tiene su monopolio. La comunión solo es tal si nace desde lo diverso, porque lo contrario es uniformidad, suma de lo idéntico y eso va contra el ser mismo de Dios creativo. Ningún carisma se da en solitario sino en comunión y solidaridad. La relación entre los diferentes carismas es de necesidad recíproca.
Tejer redes
La dimensión misionera o socio-política de lo intercongregacional es clave en la apuesta por la recreación de la misión desde una perspectiva profética. La tierra, la humanidad, la creación son el cuerpo de Dios. Un cuerpo violentado y fragmentado por el poder del mal, la violencia y la injusticia. Esa fractura nos quiebra también a nosotras y nosotros mismos y nos hace experimentar la urgencia de hacer histórica la comunión y la reconciliación. Nos mueve a comprometernos con la justicia, la paz y la integridad de la creación desde la cultura del cuidado y de las redes apostando por la globalización de la solidaridad frente a la indiferencia y comprometiéndonos en la búsqueda de alternativas al actual sistema socio-económico.
Convivir con personas de cinco carismas diferentes, como es mi caso, me ha confirmado en que el manantial más fundante de nuestra identidad es el Evangelio. Compartir el carisma de Apostólica del Corazón de Jesús con el carisma teresiano y dominico, con otras formas de ser ignaciana diferentes a la mía o con carisma laicales, me ha hecho más humilde, más autocrítica a la vez que más agradecida a mi propia tradición y a los aportes de otros carismas a la Iglesia y a mi propia biografía. Ha resignificado mi identidad, ampliándola desde el contraste y la valoración de las diferencias. Me ha abierto profundamente al diálogo, me ha hecho más respetuosa y acogedora de la alteridad. Por eso estoy convencida que uno de los mayores retos que tenemos hoy las comunidades religiosas y las comunidades cristianas en general es acoger la diversidad, como epifanía de Dios. Lo cual conlleva una opción decidida por participar, cada vez más, de la dinámica de lo Inter en todos los aspectos de la vida: lo intercultural, lo interreligioso lo intergeneracional, lo intercongregacional y la apuesta por nuevas formas de comunidad y misión compartida.