El pueblo de Israel, como muchos otros de Oriente, tiene una identificación o familiarización con la imagen del pastor. Era común que en varias partes se encontraran pastores, en un clima extremadamente seco y riguroso, guiando rebaños de cabras y ovejas. Se sabe que en estos países la escasez de agua es alta y su vegetación es exigua, lo que hacía de su oficio algo difícil. Además, se veían obligados a recorrer grandes distancias bajo un sol abrasador, en busca de pastos para sus animales; también debían permanecer lejos de su hogar, sacrificando su vida familiar, afectiva y acompañados solo de su rebaño.
Es posible que la figura del pastor nos pueda parecer bucólica y entrañable, ya que no gozaban de momentos de reposo ni de noche ni de día. Pero tampoco tenían buena fama, pues muchos de ellos no eran dueños de sus animales; por tanto, su misión de custodiar se veía empañada con la constante tentación de robar algún o que otro animal. Es más, gran parte de quienes ejercían este oficio eran mirados en menos y en la escala social de la época estaban por debajo de los artesanos.
No obstante, fueron estos los personajes que recibieron del ángel la noticia de que “en la ciudad de David, ha nacido un Salvador, que es el Mesías, el Señor” (Lc 2, 11). Una vez notificados, fueron a ‘contemplar’ al Niño Dios y a rendirle culto con su presencia. No tenían oro, incienso ni mirra para adorarlo y servirlo como a un rey o ungirlo con el perfume que da la dicha de estar vivo. Tampoco estos pastores poseían el poder de un procurador o emperador, como Quirino, quien gobernaba en aquella época, para rendirle los honores correspondientes. Es decir, a los pastores, después de aquella epifanía del ángel, solo les importaba estar allí y vivir aquel momento, disfrutando de la compañía de un cándido, tierno y pequeño niño que se anunciaba como el Hijo de Dios.
El afecto
Aquel instante fue ‘casi mágico’ y ‘trascendente’, donde solo importaba mirar al niño que ─a fuerza de llantos y mimos─ se cobijaba en los brazos de su madre, quien solamente quería darle contención y cariño. Y es que la venida del Niño Dios evoca estos sentimientos tan naturales y humanos, pero al mismo tiempo tan importantes y fundamentales para la vida, que es imposible quedarse al margen o en la absoluta indiferencia. Quizá fue en ese segundo que los pastores asintieron al unísono en que el mundo de los afectos y en particular los de la familia son tanto o más importantes que el mismo trabajo de estar vigilantes durante horas de la noche, ante la posibilidad de que enemigos, ladrones o fieras irrumpieran para robar o dañar su rebaño. Tal vez fue en ese lapsus de tiempo donde se percataron de que aquel establo de Belén no era digno de un niño tan especial.
Porque fue Belén y no otro lugar el punto de partida de esta historia que el Hijo de Dios escoge para venir al mundo. Fue allí donde erigió el nuevo trono para acoger al niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre. El nuevo trono desde el cual este nuevo David atraerá a todos hacia él. Ante tamaña sorpresa, los pastores no tuvieron forma de improvisar un lugar, pero reconocieron que en ese establo pobre, mal oliente, sucio y sencillo, se posaría el nuevo trono o palacio davídico. Este nuevo palacio no será como los hombres se imaginan, es decir, como un edificio colosal y con toda la solemnidad del poder real.
Este nuevo palacio es la comunidad de cuantos se dejan atraer por el amor de Cristo y con Él llegan a ser un solo cuerpo, una humanidad nueva. Los pastores, sin ninguna formación en la fe, como familia sencilla y sin ningún poder e influencia social, percibieron que, en ese niño, misteriosamente se ocultaba un gran poder. Un poder donde se sustentaba su realeza y dignidad: “la bondad que emanaba”. Sí, es Jesús quien edifica la nueva gran comunidad, cuya palabra clave cantan los ángeles en el momento de su nacimiento: “¡Gloria a Dios en las alturas, y en la tierra, paz a los hombres amados por él!”. Estos hombres son los mismos que, con fe, ponen su voluntad en la suya, transformándose en hombres nuevos: “hombres de Dios que hacen las obras de Dios”.
Anunciar lo que habían visto y oído
Después de haber alabado al Niño Dios, los pastores sintieron la necesidad de anunciar lo que habían visto y oído. No pudieron contener tan grande felicidad, por lo que, con la simplicidad y espontaneidad de un niño, salieron para dar fe de lo vivido. No tenían ninguna instrucción, solo el deseo desenfrenado de hablar. Atrás había quedado el cansancio de la jornada, de las caminatas con su rebaño y de la vigilante espera mientras sus animales dormían por la noche. Se sintieron partícipes de una historia en la cual ellos eran parte y el mundo no podría obviar ni olvidar, porque un pesebre sin los pastores es como si a un testigo clave le faltara la voz o perdiera la memoria para contar los hechos. Porque Dios miró a bien nacer en un lugar simple y humilde como el establo de Belén. Su realeza no se menoscabó por nacer en esas circunstancias; al contrario, fue allí donde radicó su grandeza.
El relato del nacimiento de Jesús según Lucas termina diciendo que los pastores se fueron alabando y glorificando al Dios de los cielos. Quizá como Iglesia nos toque, al igual que, a los pastores, glorificar a Dios. Lástima que todavía no entendamos qué significa. Pero si por un minuto comprendiéramos que el pedacito de cielo donde se dirigía la mirada de los pastores para alabar al Niño Dios es el mismo cielo que vemos a diario, donde pueden verse reflejadas las acciones de misericordia de Dios y de los santos de a pie. Esos que en el anonimato de su vida hacen tanto bien al mundo. No obstante, no está escrito en ningún lugar que Dios esté más cerca de los hombres mayormente adoctrinados que de los que tienen poder adquisitivo, o de los intelectuales más instruidos, pero sí se sabe que este Dios que viene al mundo, en la inocencia de un niño, se identificará con los que más sufren, como señala el Salmo: “El Señor está cerca de los que tienen el corazón atribulado” (Sal 34, 19).
Es posible que en la Noche Buena los pastores hayan percibido, por una moción del Espíritu, que ese ‘cielo’ ─al cual se dirigían sus alabanzas─ no pertenecía a la geografía del espacio, sino a la geografía del corazón. Y en ese sentido, si hay algo que en Navidad hemos de meditar es que en la Noche Buena la humildad de Dios descendió hasta un establo para verse irradiada en lo alto. Salgamos al encuentro de esta ‘humildad’, la misma que manifestaron los pastores, que sin títulos de ninguna clase, sin la riqueza de un rey y regalos exorbitantes, supieron tocar el ‘cielo’. Pongámonos en camino hacia el Niño en el establo y toquemos la humildad de Dios, que solo trae alegría, luminosidad y paz al mundo.