Tengo alguna amiga de la infancia que, coherente con su condición de no creyente, no me felicita nunca la Navidad sino el año nuevo. Y es que esta es una de esas “fiestas civiles” en las que, más allá de las creencias de cualquier tipo, todos nos sentimos convocados ante el cierre de una etapa y el inicio de otra.
De este modo, se convierte en una excusa más que razonable para volver la mirada hacia lo vivido, hacer balance de lo que nos deparó el año que termina y disponernos, con nuevos y buenos propósitos, a acoger aquel que viene. Es oportunidad también para pasar por el corazón a las personas que nos resultan significativas, aquellas a las que queremos y que quizá no siempre tenemos tan presentes, para desearles lo mejor que se nos ocurre.
Los anhelos del años nuevo
En esos deseos que lanzamos a unos y a otros es donde se evidencia qué es lo que nos ocupa el corazón, qué nos parece importante y qué abandonamos por irrelevante. Y es que, aunque parezca similar, no es lo mismo anhelar para alguien un año lleno de aciertos a que los errores ayuden a crecer, que se tenga salud o que se sepa acoger lo que nos suceda de la mejor manera, que no haya problemas o que estos no nos roben la alegría…
La Escritura que se proclama cada día 1 de enero nos acerca al horizonte de lo que, desde la mentalidad bíblica, conviene desearnos: “Que el Señor te bendiga y te guarde, te muestre su rostro y tenga piedad de ti. Te dirija su mirada y te dé la paz” (Nm 6,24-26). Al sentirnos bendecidos, cuidados y mirados por Aquel que nos da sentido, nuestra mirada a la realidad cotidiana y a quienes nos rodean cambia ¡y mucho! Ojalá vivamos en esta clave cada día del 2019.