¿Qué es primero: la vida o el mundo? Así comienzo una de mis clases, a lo salvaje. La vida es lo más personal, lo que ya hemos descubierto al menos en nosotros mismos. Lo de fuera, el mundo. Cuando nacemos, ¿nacemos a la vida o nacemos al mundo? A partir de esta pregunta tan potente, la participación en clase se dispara. Todos intentan aclarar qué es eso de vida, qué es eso de mundo. Los menos tienen las cosas claras.
Parece que lo primero y primordial es la vida. ¡Cómo va a ser de otro modo! Pero tanta educación dirigida a que nos parezcamos a los demás y entremos en ‘el mundo’ hacen que, año a año, nos vayamos asimilando. Por el camino perdemos, no pocas veces, el respeto por la propia vida y nos ajustamos a las demandas que llegan de fuera. El sistema se encarga de ello, con tanta fuerza, que llegada la adolescencia creen ser únicos los que repiten la disrupción de su generación y se esconden por las esquinas para hacer lo mismo que los de la esquina próxima.
La sorpresa viene cuando nos damos cuenta, y los jóvenes se dan cuenta de ello perfectamente, de que hemos sido progresivamente asimilados a la multitud y casi no pensamos con profundidad en lo que vivimos. La vida ha dejado de ser importante. Se piensa y se dedica la atención al mundo.
Dejar huecos a preguntas existenciales
Semejante espiral solo se rompe, pasados unos años, cuando algo provoca de tal manera que no cabe ya mirar a otro lado que no sea a sí mismo. No por egoísmo, sino con preocupación. Se nota incluso entre los mismos jóvenes, en quienes ya han reparado en algo grande que les ha sucedido. Tienen algo que los distingue, de lo que ellos no saben dar cuenta del todo. Pero ahí está. ¡Han sido singularizados! ¡Lo peor para el sistema de masas!
Los autoproclamados ‘adultos’ más o menos igual. No nos vamos a engañar con esto. Quien más quien menos ya sabe de qué va la vida, pero la fuerza del mundo es tan impresionante que deja pocos huecos a las preguntas esenciales. Dan dolor de cabeza, tambalean demasiado. Se convive con ellas como con una sombra sospechosa, excesivamente cercana pero que no deja de ser reflejo de algo que, según cómo me ponga, se ve o no se ve.
La fuerza de la vida, pese a todo, no se descubre en sí, sino en el otro. En el mundo, con la comodidad de vivir siempre fuera de sí, todo es posible. Hasta el extremo de que en él quepa encontrar al prójimo. En mitad del mundo, otra vida. Y todo quede desbaratado. Es el que me reclama amor, me exige una respuesta de altura, me desvela como persona capaz de amar. Todo se complica entonces. Porque en el mundo de las cosas, surge una persona que convierte todo lo demás en fondo.
¿Qué es primero, vida o mundo? En esta pregunta nos jugamos todo. Incluso Dios en nuestra vida. ¿Vida o mundo?