Esta pregunta siempre me ha impresionado. Tiene algo de sobrecogedor descubrir la propia y genuina singularidad, y las barreras que nos separan del otro. Pero cuando la escucho en un joven que va tomando conciencia de sí mismo, se vuelve aún más espeluznante.
Las soledades, ya sabemos, pueden ser de muchos tipos. En nuestro mundo paradójico, al tiempo que se desea escapar de ella para vivir en una distracción permanente que saque del aburrimiento, también se reclama como espacio para sí mismo. Tan pronto caemos en la mezquindad que usa a otros como en el oscuro pragmatismo del dejarnos manipular a cambio de un puñado de afectos.
La tristeza en la mirada de ciertos jóvenes se asemeja mucho, por falta de vitalidad, a la de ciertos ancianos que padecen un terrible aislamiento y enclaustramiento forzado en pisos, habitaciones y residencias de todo tipo.
La soledad
El joven que levanta la mirada de sus pantallas reclama y busca algo que no siempre encuentra. La vida de estética acelerada que lleva, de consumo y busca de algo de sentido, orientación y norte, se parece mucho a la de quien, ya desesperado, siente que ha perdido lo que no puede recuperar.
Es lamentable que esto se produzca masivamente y de hecho en las grandes ciudades. Concentración de personas, pero todas atareadas. Diversidad a raudales, que a su vez exige que cada uno encuentre su camino. Panorama espectral en el que todos deambulan, hasta que se detienen ante los grandes interrogantes.
Recuerdo, y ojalá nunca lo olvide, la celebración en la que Benedicto XVI daba inicio a su pontificado. Allí se pronunció en italiano un potente: “Quien cree, nunca está solo”. Evidentemente, se refería a la fe en Dios, a la permanente compañía amorosa y no amenazante de Él en nuestra vida y al aliento del Espíritu en todo creyente. Pero no solo eso. También es necesario recuperar y fortalecer la fe en el otro, esa fe que sirve de gozne social y acampa entre la libertad y la igualdad de los grandes debates sociales; también se refería a la fraternidad, o sororidad, o como se quiera llamar. El triunfo de la soledad está en la responsabilidad con el otro, en el acercamiento.
Países ultradesarrollados tienen ya ministerios para la soledad. Hay grupos cuyo único objetivo es reunir personas, mientras todo lo demás es puro pretexto. La convivencia se hace imprescindible para la propia vida, al tiempo que la filosofía y el Evangelio nos recuerdan permanentemente que “somos en relación”, que “ser es amar” como gustaba Mounier decir, pero también y esto es muy importante: “Ser es dejarse amar”, y dejarse amar es imposible hacerlo en soledad.