Vivir en comunidad supone compartir lo que somos y tenemos, incluidos los virus. La que suscribe lleva una semana esquivando la amenaza de un virus gástrico que empieza a campar a sus anchas entre los rincones de mi casa y los sistemas digestivos de mis hermanas. Somos pocas las que nos hemos librado, al menos por ahora, de su ataque. Con todo, sospecho que sigue acechando, a la espera de que nos confiemos y bajemos la guardia. Mi temor a caer bajo las garras de ese virus tiene que ver, además, con que no soy una enferma modélica y llevo bastante mal que mi cuerpo no soporte el ritmo que yo quisiera imponerle.
Esta situación me ha recordado que Francesc Torralba habla de la enfermedad como una “epifanía de la vulnerabilidad”, como una realidad entre otras que evidencia esa vulnerabilidad que nos resulta constitutiva y que compartimos todos los seres humanos, nos guste o no. Por más que nos pongamos mil disfraces que pretendan ocultarlo, las personas somos esencialmente vulnerables. La gran paradoja de nuestra existencia es que la mayor de nuestras fortalezas y lo más enriquecedor que podemos ofrecer a otros se encuentra en esta fragilidad que nos encanta ocultar, porque ahí reside también nuestra capacidad de amar lo débil de los otros.
Quizá el disfraz que tenemos que colgar antes de empezar la cuaresma es este que cada uno elige para esconder su condición quebradiza. A lo mejor el reto de este tiempo es acoger esa verdad profunda, que la imposición de ceniza insiste en recordarnos año tras año, y amarla como el mismo Dios lo hace, porque “Él conoce nuestra condición, se acuerda de que somos barro” (Sal 103,14).