(Alberto Iniesta– Obispo Auxiliar emérito de Madrid)
“Aquella mañana, antes de la inauguración, pensaba que asistir a esa fiesta de Pekín me parecía como si los discípulos de Juan hubieran sido invitados a la fiesta de Herodes, bebiendo de sus vinos, oyendo sus canciones, y viendo bailar a Salomé, aunque luego tuvieran que ver la cabeza de su maestro sangrando en una bandeja”
Hay días en los que me reconcilio con la televisión, de la que estoy no legalmente divorciado, pero sí prácticamente separado. Son días en los que ese regalo de Dios y del ingenio del hombre recoge los acontecimientos más humanos y hermosos de nuestra historia, como son los reportajes de Al filo de lo imposible o la Ruta Quetzal; la entrega de los premios Príncipe de Asturias o los Nobel, las vigilias que suelen prepararse con ocasión de las visitas de los papas -p. ej., en Madrid con Juan Pablo II, o en Sydney con Benito XVI-; los Juegos del Mediterráneo en Almería o la apertura de las Olimpiadas. En esos días, no pierdo ni un momento ante el televisor. Lo que pensaba hacer con las Olimpiadas de Pekín.
Pero todo el mundo sabe cómo está la situación de los derechos humanos en China. El Partido Comunista en el gobierno parece querer aplicar lo peor del capitalismo y del marxismo. Mientras que en las grandes ciudades del exterior crecen como hongos brillantes rascacielos y empresas multimillonarias, los agricultores y los obreros de las zonas del interior viven en el mayor atraso y casi en la miseria. Los cristianos están asfixiados y oprimidos por la vigilancia de la policía, y en cuanto al derecho de opinión, en una estadística reciente hecha por Periodistas sin Fronteras sobre los países donde hay menos libertad de prensa, de 169 países estudiados, China aparece en el puesto 163.
Aquella mañana, antes de la inauguración, pensaba que asistir a esa fiesta de Pekín me parecía como si los discípulos de Juan hubieran sido invitados a la fiesta de Herodes, bebiendo de sus vinos, oyendo sus canciones, y viendo bailar a Salomé, aunque luego tuvieran que ver la cabeza de su maestro sangrando en una bandeja.
Total, que no me animé a ir a la fiesta de Herodes. Un país tan impresentable democráticamente, no tiene derecho a presentarse así, tan olímpicamente, ante el mundo.