El ascua que no se apaga


Compartir

Nadie sabe cómo llegó a tal estado. Quizás las palomas movieron algunas tejas. El viento pudo entrar por algún cristal roto. Y la humedad fue avanzando como un fantasma por las paredes vacías. Habían pasado años sin que las llamas crepitasen en la cocina y el frío se había adueñado de las estancias. La puerta de la calle, que acogía a todo el que llegaba, hace tiempo que perdió la pintura y el musgo se iba cobijando en sus agrietadas rendijas.

Hace años que el cura del pueblo fue destinado a otra parroquia y nadie vino a remplazarlo. Antes se habían marchado ya el farmacéutico, el médico, la maestra, la guardia civil, se cerró la pequeña tienda de ultramarinos y el bar… al final, siempre al final, fue el párroco quien tuvo que ir a otro sitio a vivir. Era como si al pueblo le hubieran dado la extremaunción, parece que todo ya comenzaba a desmoronarse.

Pero la comunidad cristiana, que también fue muy pequeña en sus orígenes, sabe cómo reconstruirse. Al principio, algunas mujeres –siempre ellas– comenzaron a rezar juntas el rosario, o el viacrucis en cuaresma, también rezaban las novenas que habían marcado el ritmo vital de su pueblo, el mes de mayo, la oración en memoria de los difuntos… Llevaban flores frescas y la iglesia, con su esfuerzo y cariño, se mantenía abierta y cuidada, como si aún se celebrara la Santa Misa todos los días.

Dos mujeres, durante una oración en Cracovia/JMJ

Ahora, algunos domingos se acercaba una mujer o un hombre para acompañarles a rezar juntos. Les llevaban la comunión, de la Eucaristía que en otro lugar se había celebrado ese mismo domingo. Leían la palabra de Dios, la comentaban, pedían por las necesidades de todos, rezaban el padrenuestro y comulgaban. Unidos con la Iglesia en el mismo Pan, como hacían los primeros cristianos, aquellos que se lo llevaban a los encarcelados, a los escondidos por la persecución y a los enfermos. El Cuerpo de Cristo repartido entre los que por una causa u otra no pudieron participar de la celebración eucarística.   

A estas personas creyentes, que se reúnen con otras comunidades, se les llama ‘Animador de la comunidad cristiana’. El otro día tuve una reunión con un grupo de ellos. Son cristianos de a pie, con la vida ya resuelta, mujeres y hombres de nuestros pueblos, y también de la ciudad, que quieren con toda el alma que la Iglesia se mantenga en oración, que todos nos preocupemos por los problemas de los demás, que la comunidad siga reuniéndose, porque ellos, como bautizados, también son evangelizadores y se sienten responsables.

Del seno de la Iglesia siempre surgen respuestas, el Espíritu sopla cuando nosotros nos plegamos. Ellas son animadoras y animadores que estimulan, sostienen, orientan y fortalecen a las comunidades parroquiales. También, gracias a todos ellos, la Iglesia en sus comunidades sigue respirando. ¡Ánimo y adelante!