Era conocida la espartana austeridad de don Elías Yanes, quien, tras ser nombrado obispo auxiliar de Oviedo, en plena cuarto creciente conciliar, no sabía el buen hombre cómo hacer para que nadie de los que querían agasajarle con mitras, báculos o anillos con los que adornar su nuevo ministerio, se enfadase al decirles que no quería hacer colección de nada de aquello.
Y el tema de los ropajes episcopales “de color” que había de utilizar, lo resolvió usando el de los obispos difuntos. Sus miras eran otras. Aún hoy es fácil reconocer a sus hijos espirituales, entre otras muchas cuestiones, por las boqueras en los bolsillos de sus gastadas chaquetas.
Algunos se han mosqueado un poquito con la actitud del Papa evitando en Loreto que le besuquearan el anillo. Que si desprecio a lo que representa, que si patada a la Tradición –así con mayúscula, porque la gente se engola mucho con el asunto–, que si deja mal a sus predecesores, que si se cree alguien especial…
Ahora que la cosa de reformar la Curia está un poco atascada, ahora que la nube tóxica de los abusos amenaza con ocultar incluso lo mucho bueno, estos gestos, que parecen bruscos, en realidad devuelven la dignidad a quienes inclinan la cerviz y ensayan un beso a un símbolo que, más que de servicio, lo ha sido de poder. Aún hoy en Añastro, cuando aparece algún purpurado, siempre hay alguien cerca presto a la genuflexión y el besamanos. No pasa con todos ni todos deslizan la mano anillada para recibir la aquiescencia. Solo con quien exuda eso: poder.
Ya no se habla de los zapatos de Francisco ni se repara en la sencillez de su sotana blanca. No ha tenido demasiados imitadores y, aunque es cierto que no necesita vestirse como el Gorrión Supremo, a la vestimenta eclesiástica, sin llegar a los niveles que Fellini caricaturizó en Roma, le siguen sobrando puntillas y encajes. A falta de reformas de más calado, se podría coger la tijera para seguir ahora por ahí y entretener la espera.