300 años del fallecimiento de Juan Bautista de La Salle: un apóstol de la fraternidad en la escuela

La Salle, 300 años de San Juan Bautista

Hace ahora tres siglos, el 7 de abril de 1719, fallecía en Ruan (Francia) Juan Bautista de La Salle, un sacerdote cuando menos atípico, cuya obra estaba llamada a marcar época en la historia de la pedagogía y la evangelización. Claro que aquel funesto Viernes Santo en que la muerte salió a su encuentro nadie lo habría asegurado.

Bueno, quizás sí; seguro que el centenar largo de Hermanos que componían en aquel momento la institución que La Salle fundara 40 años atrás estaban convencidos de llevar adelante una misión muy necesaria y con mucho futuro por delante. Al menos eso es lo que afirmaba la Regla de su comunidad que, como quien dice, acababan de aprobar: “Este Instituto es de grandísima necesidad”, se leía en ella, para exponer a continuación las dificultades que habían de afrontar los pobres para dar a sus hijos una educación “humana y cristiana”. Para cubrir ese hueco, precisamente, se creaba el Instituto de los Hermanos de las Escuelas Cristianas, en cuyo nacimiento el sacerdote que ahora despedían había desempeñado un papel estelar.

Fraternidad en la escuela

En realidad, el nombre del Instituto fundado por La Salle describe bastante bien su naturaleza, pues recoge los tres pilares fundamentales de su identidad: fraternidad, escuela y evangelización. Los maestros de La Salle decidieron llamarse ‘Hermanos’ para distinguirse de otros colegas que acudían a clase con intereses más crematísticos. Y es que una de las grandes aportaciones lasalianas a la historia de la pedagogía es ese afán irreductible por introducir la fraternidad en la escuela. Animar la escuela en comunidad, desechando para siempre la figura del maestro aislado, amo y señor exclusivo de cuanto sucedía en su clase. En la escuela de La Salle hay que pensar las cosas juntos, en equipo, y desarrollar luego cada cometido personal en íntima comunión con los demás maestros. De esta manera, con su fraternidad, los Hermanos de La Salle estaban iniciando una auténtica revolución en el universo escolar.

Si la fraternidad resulta primordial en las inquietudes de La Salle, el escenario prioritario en el que estas se despliegan es la escuela o, por ser más precisos, el mundo de la educación. La aventura de Juan Bautista de La Salle comienza precisamente cuando un desconocido le entrega la carta de una dama caritativa que desea crear en Reims una escuela para niños pobres. Por aquellos días, decir escuela era lo mismo que decir escuela cristiana, un instrumento excelente de evangelización infantil. De hecho, era la Iglesia la que controlaba –con mano firme– las riendas de las escuelas. Así las cosas, acudir a un eclesiástico de alto rango, como La Salle, para impulsar la fundación de una escuela gratuita no era, en absoluto, una opción descabellada.

Cuestión más ardua suponía fundar una escuela para niños pobres. En el último cuarto del siglo XVII, cuando los maestros de La Salle comienzan a implantar su obra, las familias pudientes resolvían con facilidad sus necesidades educativas en sus propias casas, con preceptores, familiares u otras soluciones domésticas. En las ciudades también podían hallarse recursos educativos al alcance de quienes dispusieran de algún dinero. Pero los más pobres lo tenían muy crudo. Algunas escuelas gratuitas de caridad se iban abriendo aquí y allá, es verdad, pero su número estaba muy lejos de colmar las crecientes necesidades en este ámbito. Ahí entraba la beneficencia particular –parroquias, autoridades con inquietudes sociales, gente rica caritativa…– que iba dando, a cuentagotas, soluciones al arduo problema de la escolarización de los pobres.

La Salle accedió al favor que se le solicitaba, introduciéndose así en el mundo de las escuelas de caridad. Según él mismo confiesa, hasta que le llegó la misiva de aquella buena señora nunca había pensado en implicarse en asuntos escolares: “Algunos… habían intentado sugerírmelo, pero la idea no arraigó en mi espíritu y jamás hubiera pensado en realizarla”. Es más, La Salle valoraba a sus primeros maestros “en menos que a su criado” y, al principio, “la simple idea de tener que vivir con ellos me resultaba insoportable”. Partiendo de tan rotundas premisas, planteó su compromiso como un “cuidado de pura caridad”, llevadero, “una dirección exterior, que no me comprometería con los maestros más que a atender a su sustento y a cuidar de que desempeñasen su empleo con piedad y aplicación”.

Pero, como comprenderá enseguida el joven canónigo, el Espíritu tenía para él planes mucho más ambiciosos y los estaba desplegando ya con astucia: “Dios, que gobierna todas las cosas con sabiduría y suavidad, y que no acostumbra a forzar la inclinación de los hombres, queriendo comprometerme a que tomara por entero el cuidado de las escuelas, lo hizo de manera totalmente imperceptible y en mucho tiempo; de modo que un compromiso me llevaba a otro, sin haberlo previsto en los comienzos”. Convencido, pues, de que era Dios mismo quien lo convocaba a la misión de la escuela para pobres, La Salle se lanzó de lleno a ella, reunió a algunos maestros y se hizo uno de ellos. No faltaron fracasos y decepciones, pero los reveses son buen camino para aprender y progresar, de modo que Juan Bautista fue extrayendo consecuencias, hasta convertirse en el insigne pensador pedagógico que hoy admiramos.

Embajadores y ministros de Jesucristo

Una de sus primeras convicciones a la postre resultaría clave. Las escuelas de caridad comenzaban a abrirse paso en aquella época postridentina en que se invitaba a los creyentes a demostrar la calidad de su fe mediante compromisos caritativos. Orfanatos, hospitales, escuelas, asilos… resultaban medios ideales para ello. Así comenzaron a surgir, desde principios del siglo XVII, variadas experiencias de escuela popular. El problema era que los maestros de aquellas escuelas de caridad estaban muy mal vistos, y hasta despreciados, por la sociedad. Se los consideraba gente que se involucraba en esos proyectos caritativos porque no había encontrado mejor manera de ganarse la vida. Como no podía ser de otra forma, esa visión tan negativa de la profesión docente afectaba en profundidad a los maestros. Si se quería que las escuelas gratuitas fueran hacia arriba había que solucionar esta dificultad. Así las cosas, La Salle se empleó a fondo para persuadir a los maestros de la enorme trascendencia de su cometido.

“Es Dios mismo quien os ha elegido” y os envía a trabajar en su viña, les repetía La Salle siempre que podía. Tenían que convencerse de que su empleo escolar era mucho más que una manera legítima de ganarse la vida. Los maestros de las escuelas cristianas han de ser “ministros de Dios y embajadores de Jesucristo” ante los niños, “ángeles custodios” y “padres espirituales” de sus alumnos, insistía, y buscaba, en la Biblia y en la historia, argumentos para justificarlo. “Agradeced, pues, a Dios la merced que os ha hecho en vuestro empleo, al participar en el ministerio de los santos apóstoles y de los principales obispos y pastores de la Iglesia”. Y haced luego todo lo que en vuestra mano esté para desarrollarlo con responsable y gozosa generosidad. Una original concepción del maestro creyente y su deber en la escuela, expuesta, sobre todo, en sus Meditaciones para los días de retiro, una auténtica joya de la espiritualidad para educadores cristianos.

El planteamiento es sencillo: no despega sus pies del suelo, en estrecha sintonía con la infatigable brega escolar. Pero exige, al mismo tiempo, una visión profundamente creyente de la existencia, sustentada en la Palabra, el recuerdo frecuente de la presencia de Dios, la plegaria y el “espíritu de fe”, ese impulso que, según La Salle, mueve a los educadores “a no mirar nada sino con los ojos de la fe, a no hacer nada sino con la mira puesta en Dios”. Maestros al cien por cien, sí, pero con una gran carga interior.

Innovando juntos y por asociación

Todas las experiencias, sinsabores e intuiciones de la primera hora fueron madurando hasta cristalizar en compromisos que han navegado a través de los siglos hasta nuestros días. El más trascendental quizás sea el que resume aquella invitación de 1694 a actuar siempre “juntos y por asociación”: juntos en comunidades para la misión educativa establecidas en aquellos lugares a los que Dios nos envía cada día; y asociados en red con muchas otras comunidades que, aquí y allá, tratan de hacer realidad el sueño de La Salle y sus primeros Hermanos, con fidelidad al carisma común y cuidadosa atención a las realidades locales en las que debe encarnarse. “Adondequiera que sea enviado… para cumplir allí la tarea a la que fuera destinado”, se lee en la misma fórmula, como expresión de un hondo sentido de pertenencia y responsabilidad. Es lo que reclama la causa del Reino entre los más jóvenes, según lo ven los lasalianos.

La gran apuesta de La Salle es, sin duda, la escuela cristiana, es decir, auténtica escuela y cristiana de verdad. Por ello, en los centros lasalianos, desde el primer momento, los saberes profanos van adquiriendo entidad y ganando importancia, en armoniosa convivencia con las inquietudes pastorales más ambiciosas. Así, los Hermanos de La Salle harán gala de una creatividad desbordante en todos los ámbitos: educación que prepara directamente para esa vida que espera a los chicos en cuanto concluyan su instrucción; organización imaginativa, que aprovecha todas las posibilidades de las distintas actividades escolares; enseñanza simultánea, en grupos organizados según su nivel de conocimiento; empleo en clase del francés, que manejan con cierta soltura los chicos, por encima del latín académico, que perdía cada día interés a ojos vistas; evaluación continua de los logros adquiridos; atención a la forma de tratar a los alumnos, respetuosa pero cercana; formación de los maestros… Un espléndido escaparate de todo ello podría ser la ‘Guía de las Escuelas Cristianas’, el libro que reglamentaba el quehacer completo de los centros lasalianos, unánimemente reconocido en nuestros días como una de las más importantes obras de pedagogía y didáctica escolar aparecidas en el siglo XVIII.

Al poco de la muerte de su fundador, en 1725, la Santa Sede aprobaba a los Hermanos de La Salle y los reconocía como religiosos. Además de pedagogo rompedor, La Salle se convertía así en inspirador de una vida religiosa muy característica, rabiosamente comunitaria y apostólica, formada exclusivamente por laicos, “porque los ejercicios de la comunidad y de la escuela requieren un hombre por entero”, con una espiritualidad que alimenta y se alimenta de la misión. Un modo de ser religioso en la Iglesia que se abrió camino con fuerza e iluminó más adelante a un sinfín de congregaciones que, sobre todo en el siglo XIX, fueron estructurándose al estilo de los Hermanos de las Escuelas Cristianas.

Los sobresaltos de la historia

Poco después de la aprobación pontificia, los tiempos comenzaron a sobresaltarse, anunciando el amanecer de una época histórica novedosa por completo. Tales presagios cobraron realidad en la Revolución Francesa, que a punto estuvo de finiquitar para siempre la obra lasaliana. Con todo, a pesar de las dificultades, durante las décadas anteriores al estallido revolucionario los Hermanos de La Salle habían madurado su proyecto, abriéndolo a estudios más amplios que sus primitivas escuelas elementales, ensayando experiencias inéditas de internado y mejorando la preparación profesional de los maestros. Todo saltó por los aires con la irrupción de la Revolución.

Con el siglo XIX llega también la restauración del Instituto lasaliano que, por imperativo legal, ha de olvidar sus experiencias prerrevolucionarias y centrarse de nuevo en las escuelas primarias. Conocerá un éxito arrollador que se manifiesta en una expansión acelerada por todos los rincones de Francia y algunas de sus colonias; prenden así los primeros esquejes misioneros, que conocerán un desarrollo extraordinario en la primera mitad del siglo XX. Poco a poco se van retomando las experiencias en internados, centros de secundaria y magisterio. Algunos Hermanos comienzan a destacar por sus eminentes aportaciones a distintas ciencias, que impartían en esos centros. Las autoridades del Instituto gozan de un prestigio social nunca antes conocido.

A finales del siglo XIX y comienzos del XX, los tiempos van a llegar con el mazo en la mano y una coyuntura política muy adversa, que pondrá de nuevo contra las cuerdas a los discípulos de La Salle.Esta vez es el huracán laicista de varios gobiernos franceses sucesivos, que terminará prohibiendo la presencia de los religiosos en la escuela. Claro que ahora la tormenta ataca a una institución muy sólida y extendida por varios países, a los que, de momento, no llega el desastre. A la postre, la afirmación paulina “a los que aman a Dios todo les sirve para bien” resultará ser cierta para los lasalianos, porque es verdad que la cuarta parte de los 10.000 Hermanos franceses terminó abandonando su Congregación, pero, al mismo tiempo, esta conoció un desarrollo internacional inimaginable pocos años antes. Todo gracias a los Hermanos que, expulsados de sus clases, salieron de Francia para reforzar algunas misiones en el exterior o implantarse en nuevos países. El Instituto lasaliano dejó así de ser francés, para abrirse definitivamente al mundo.

Situaciones parecidas se vivieron más tarde en Italia, México, Alemania o España, pero nunca resultaron tan traumáticas, porque el efectivo de Hermanos presentes en aquellos países era muy inferior al de Francia en 1904. Las dos guerras mundiales, la división de Europa por el Telón de Acero, que impuso condiciones de existencia deplorables para los cristianos y sus instituciones en los países que quedaron bajo la órbita soviética, las guerras coloniales, las revoluciones comunistas… fueron otras tantas sacudidas que afectaron en profundidad a los lasalianos. A cada una se enfrentaron como buenamente pudieron, aunque no siempre consiguieron salir vivos de ellas. Los Hermanos de las Escuelas Cristianos llegaron a “los felices sesenta” como una de las congregaciones católicas más numerosas, compuesta en aquel momento por casi 17.000 Hermanos extendidos por todas partes, organizados en una sólida estructura cuasi-militar, de portentosa eficacia apostólica, sustentada en la obediencia estricta.

En estas les sorprendió la convocatoria del Concilio Vaticano II, llamado a ser en la Iglesia puerta de acceso a una época diferente por completo. Después de tantos éxitos y convulsiones, Concilio y Posconcilio supusieron para los discípulos de La Salle un nuevo revolcón, aunque de características peculiares. De él saldrán revestidos con un evangélico manto de humildad, deseosos de contar con más manos generosas y entusiastas, dispuestas a compartir con ellos la misión de extender el Reino de Dios entre los niños y jóvenes necesitados, tratando de ser cada día más fieles al legado de aquel sacerdote de Reims de cuya desaparición celebramos ahora tres siglos.

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