Las poco más de 24 horas que el papa Francisco ha pasado en Marruecos han sido más que suficientes para profundizar en dos claves de su Pontificado. Por un lado, supone una nueva escalada en su agenda a favor del diálogo interreligioso, especialmente con el mundo musulmán, para respaldar, una vez más, la senda del islamismo moderado, alentando la formación de los imanes y reclamando una libertad de culto real. De guinda, la firma de un documento sobre el statu quo de Jerusalén como punto de encuentro para todas las religiones en medio de las turbulencias de la política internacional.
Por otro, Francisco lanzó un nuevo grito en defensa de los migrantes desde el país africano de tránsito por excelencia, defendiendo, de nuevo, la dignidad del extranjero, condenando las deportaciones masivas… Denuncias que no solo se dirigían al régimen marroquí, sino a los países destinatarios, en este caso a la Europa y la España fronteriza, que en estos días centra parte de la precampaña electoral en criminalizar al que viene de fuera. Un tirón de orejas por las cuchillas en las vallas de Ceuta y Mellilla, pero también a los católicos que tienen esas concertinas en su corazón.