Tribuna

Fallece el ex director de Vida Nueva Bernardino M. Hernando

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Bernardino Martínez Hernando nunca quiso ser noticia. Llevó la máxima del periodismo hasta sus últimas consecuencias: lo importante es el mensaje, no el mensajero. Sin adornos ni espectáculos. Exento de ideologías y manipulaciones. Con la sencillez que él mismo impregnaba en sus clases y de las que tuve el regalo de ser alumno cuando ni por asomo me podía imaginar compartir equipo. Alejado de aspavientos, como reflejaba en su ser y estar en Vida Nueva. Leonés de esa España hoy vacía, conocía la casa como si la hubiera fundado. Fue cocinero antes que fraile, o lo que es lo mismo, auxiliar de redacción, redactor y redactor jefe antes que director. Meritocracia del humilde, que le valió el respeto de todos en sus trece años en PPC.

Después vendrían otros medios y otras colaboraciones –de El Ciervo a Blanco y Negro, pasando por El País–, pero el profesor Bernardino siempre sería el de Vida Nueva. Con todos los aplausos y los sinsabores que van adheridos a la publicación de anuncio y denuncia eclesial, que sufrió en primera persona. Sin renunciar a la audacia y profecía. Haciéndose preguntas y lanzándolas a quien corresponda que no han perdido actualidad: “¿Ha llegado el momento de vivir una Iglesia casi de catacumba? ¿Habrá que hacerse perdonar todo el boato prepotente de antaño? ¿Será mejor la vergonzante retirada a cuarteles de invierno y que se olviden de que existimos para conseguir que olviden que hasta ayer mismo lo fuimos casi todo?”.

BernardinoMHernando

Las loas las esquinaba y los ataques se los colocaba a la espalda como si no pesaran. Sin victimizarse. Porque el protagonista no era él sino la Buena Noticia. El director, un eslabón. La anilla invisibilizada por voluntad propia para que la portada y el Pliego hablaran por sí mismos. Invisible pero no desapercibido. Influyente y afluente. Por eso, alguien atinó en entregarle el Premio Luca de Tena de Periodismo y otro alguien le recompensó como el Internacional de Poesía Antonio Oliver. Y por eso, los del gremio le auparon al frente de la Asociación de la Prensa de Madrid y guardián de su archivo. Sabían que con él, aquello se sostendría sin alharacas. Nunca presumió de doctorado en Ciencias de la Información, de licenciatura en Periodismo y Filosofía o de diplomatura de Lengua y Literatura francesa. Pero ejercía como pocos.

Huía del foco. Tanto que quiso y supo escaparse de celebrar los 3.000 números de Vida Nueva. Sabía que no vendría. Porque no quería ni tan siquiera ser negrita o pie de foto. No fue un desplante. Simple coherencia vital. Pero estuvo presente. A través de sus letras. Con un artículo en el que recordaba cómo desembarcó en la revista. Presencia y ausencia. El periodista invisible, que sabe que él no cuenta sino su palabra, esa que permanece a pesar de haber fallecido. La Palabra.