Durante estos días, la situación política se está convirtiendo en el tema que polariza todos los debates, comentarios de sobremesa y charlas de café. Los análisis de “andar por casa” que cada uno ofrece sobre los resultados de las últimas elecciones, la valoración de las estrategias electorales de cada partido, la reflexión sobre las próximas votaciones de mayo y las elucubraciones sobre futuros pactos y acuerdos de cara a un nuevo gobierno acaparan todas las conversaciones. Está claro que la política envuelve toda nuestra existencia pero, además, tengo la sensación de que refleja muchas de las dinámicas con las que nos manejamos en la existencia.
Es verdad que la mayoría de nosotros no tenemos que someternos al juicio que suponen las urnas, pero tenemos que reconocer el peso inconfesable que con frecuencia tienen las valoraciones de los demás sobre nuestra vida. Si no estamos atentos y dispuestos a evitarlo, podemos acabar reorientando nuestro “programa existencial” y abandonando algunas de nuestras convicciones en función de las expectativas o de los criterios de quienes nos rodean. Si no nos mantenemos alerta, podemos acabar radicalizando posiciones o suavizando posturas, pero no por convencimiento, sino para ganarnos el beneplácito de algunas personas, como si dependiéramos de ser “elegidos” por otros para reconocernos valiosos.
Trabajar codo con codo solo con quienes comparten nuestra visión y nuestra manera de percibir la realidad resulta muy tentador. Nos cuesta optar por acoger lo distinto, preferir integrar nuevas miradas, dejarnos interpelar en lo que consideramos incuestionable porque “siempre ha sido así”, escuchar otras formas de interpretar cuanto acontece, buscar nuevas sendas junto a otros y dejarnos enriquecer por la diversidad en busca de un bien común que no podemos construir desde una única perspectiva. Pero, a pesar de sacarnos de nuestra “zona de confort”, esto de la unidad en lo diverso tiene mucho más que ver con Dios, que es Uno en Tres Personas distintas, de lo que a veces pensamos.