Escribo esta entrada del blog en el box de urgencias del Hospital, mientras acompaño a una hermana nonagenaria que, además de muy sorda, está dolorida y quejumbrosa. Uno de los tubos que le incomoda y que no hay forma de mantenerlo en su sitio es el del oxígeno. No hace más que preguntar por qué tiene que tener ese cable metido en la nariz, y de lamentarse porque le duele y ella está bien sin él. De ahí que, cada dos por tres, se lo quite y salte la alarma del monitor, avisando de que la saturación de oxígeno en sangre está excesivamente baja. Cada dos minutos, como si se tratase de un ‘dejavú’ permanente, tenemos un rifi rafe. Mientras ella se quiere quitar “eso” de la nariz, porque dice que no sirve de nada, yo intento convencerle de todas las formas posibles de que necesita mantenerlo puesto.
Y me da a mí por pensar que eso nos pasa a veces a nosotros y no nos acabamos de creer que, como ese oxígeno, también necesitamos recibir lo esencial desde fuera. Así lo entiende también la mentalidad bíblica, pues cuando el Antiguo Testamento quiere imaginar el profundo vínculo que une al ser humano con Dios nutriéndolo por dentro, imagina que es la respiración aquello que le une permanentemente a Quien le insufla el aliento y sin lo cual no puede mantenerse con vida (cf. Gn 2,7).
No podemos auto-abastecernos de aquello que nos hace respirar por dentro, ensanchar los pulmones y sentir que la Vida (con mayúscula) corre por nuestras venas. El amor, la acogida, la confianza, la amistad… son tan necesarios como ese cable que le molesta a mi hermana y su ausencia solo baja la “saturación” de nuestra existencia y acabamos arrastrando la vida “a medio gas”. Ojalá cuando nos falte a nosotros también nos salte ese pitido agudo que nos alarma de que algo no va bien.