Como educador, me duele mucho escuchar de otros compañeros que, si tal alumno o alumna falta a clase, todo va mejor. Comprendo lo que hay detrás, porque es así. Pero también veo cuál es el lugar en el que dejan a la escuela y qué valor tiene la educación en el mundo actual.
Detrás de ciertas frases ligeras, encontramos una serie de hondas preocupaciones por la vida. Por ejemplo, en la anterior una persona (su vida) está supeditada al conjunto; lo importante es que la totalidad vaya bien, y no pocas veces esto se expresa en relación “conmigo”. Encontramos, por tanto, “totalitarismo” y “relativismo”. Seguramente el alumno nunca está mal con todos, de ahí el relativismo.
El papa Francisco (perdón por la cita, para no iniciados) ha publicado un documento sorprendente para los jóvenes. Va dirigido a ellos. Nunca antes en la historia se ha hecho esto, con esta categoría. Nada más y nada menos que una exhortación apostólica –‘Christus vivit’–. Algunos todavía no se dan cuenta de que los jóvenes de hoy pueden leer, pero no quieren leer cosas así. Su desvinculación es total. Pero la dirección en la que va dirigida nos hace mirar a los jóvenes y, sin ser jóvenes, al menos pensar cómo lo recibirán.
En el n. 115, expresando de otro modo el “Dios te ama a ti en concreto” se dice “no eres insignificante para Dios”. Cada cual que lea como pueda. Pero a mí la vida me dice que sí soy insignificante, poca cosa, casi prescindible y muy olvidable. De hecho, lo he aprendido en el seno de la Iglesia, entre sus mismos procesos y estructuras. Toda persona es muy insignificante, históricamente, en el conjunto de la sociedad. Lo sorprendente y provocador es que, dicha esa verdad y hecha esa experiencia, se mantenga en cada persona la conciencia de una verdad diferente que afirma lo contrario y que, pase lo que pase y donde y cuando pase, se mantiene: soy único. Y este ser único no puede ser solo para sí, sino ser recibido de otro y para otro. Late en cada persona esta verdad: no soy tan insignificante como parece y en la vida puede mostrarse.
Una acción tiene consecuencias incalculables. Una conversación mantenida con alguien no sabemos por qué derroteros continuará, ni cuántas veces después se repetirá de un modo u otro lo dicho. De algún modo, la libertad nos vincula con lo ilimitado, con lo infinito y lo absoluto. No la acción pensada, ni la guardada en el corazón, sin la que se delimita al deseo, sino la realizada. ¿Cuál será su alcance para la persona y para quién la reciba?
Este es el auténtico lugar, a mi entender, en el que la insignificancia humana deja de ser tal. Salvo que alguien desee no ser relevante para nadie, se quiera desvincular de los demás y pretenda encerrarse en un mundo propio al margen de toda la creación. Semejante empresa, de una naturaleza egoísta total, es imposible para cualquier persona. Siempre quedará abierto el resquicio de la responsabilidad con el (lo) otro, por mucho que se empeñe alguien en lo contrario. Incapaces de vivir para sí, por tanto siempre imposible la “insignificancia”.
Dicho esto, ser significativos (por bien que suene al ego) es ser absolutamente responsables de los demás para quienes significamos algo.