Mirando la realidad que nos envuelve da la impresión que el término intolerancia ha pasado de estar en las estanterías de productos especiales de los hipermercados y las cartas de los restaurantes a figurar como plato estrella en el menú mediático y político tanto nacional como internacional. La descalificación gruesa, la media verdad, la agresividad verbal incontrolada, la amenaza permanente están convirtiéndose un lugar común al que no se debería acostumbrar la ciudadanía.
Sobrecoge de tan impúdica intolerancia el odio al que piensa distinto, al que es distinto. El burdo desparpajo con que expande el alarmismo, el miedo, la amenaza, por medios de comunicación y redes sociales para consumo y réplica de seguidores ávidos de emociones, al tiempo que otros ciudadanos, probablemente la mayoría, asisten entre avergonzados, asustados y atónitos al lamentable espectáculo que se desarrolla ante sus propios ojos.
Es precisamente ese sentimiento de miedo, de asombro, de vergüenza ajena, de no querer ver, que invita al repliegue y a una mal entendida prudencia el que da alas a los azuzadores del miedo, a esos autoproclamados defensores de las tradiciones y esencias a los que Joan Manuel Serrat, dedica su canción ‘Los macarras de la moral’.
“Anunciando apocalipsis
van de salvadores
y se les dejas te pierden
infaliblemente.
Manipulan nuestros sueños
y nuestros temores
sabedores de que el miedo
nunca es inocente”.
Primo Levi, en su libro ‘Los hundidos y los salvados’ habla de una moral sedentaria y casera que tiende a ignorar el peligro y elaborar verdades útiles para sobrevivir. Una moral que se va construyendo cada día a partir de silencios, renuncias y autojustificaciones. Sin embargo, conviene no olvidar que mientras estamos ocupados en construir esas murallas, el monstruo de la intolerancia sigue avanzando y frente a él solo cabe la asertividad y la firmeza: la democracia, los derechos humanos y la convivencia pacífica están en juego.