El verano suele ser tiempo de hacer obras y reformas. Es habitual aprovechar esta temporada más larga de vacaciones para hacer arreglos sin que implique demasiados inconvenientes. A veces se trata solo de unas pequeñas mejoras, pero otras veces supone casi reconstruir todo desde los cimientos. Algo parecido nos sucede a nosotros.
Hay un dicho entre las iglesias evangélicas que dice: “Iglesia reformada siempre en reforma”. No estaría mal que cada persona se pudiera atribuir esta actitud de permanecer siempre en búsqueda, preguntándonos cómo mejorar, siempre en actitud de volver el rostro y el corazón hacia Dios. Con todo, no tengo tan claro que siempre tengamos que estar haciendo grandes reajustes. Solo en determinadas ocasiones parece que los fundamentos de nuestra vida se tambalean a golpe de circunstancias personales, de acontecimientos imprevistos o del mero paso del tiempo, que evidencia la fragilidad de los materiales o lo inadecuado del terreno sobre el que se edificó. Es en ese momento cuando nos toca remangarnos y atender a esos cimientos existenciales que requieren ser definidos, apuntalados o, incluso, derribados para ser construidos de nuevo.
Es verdad que moverte por una ciudad en obras suele ser difícil e incómodo, del mismo modo que embarrarse y sumergirse en el propio barro para afianzar los pilares que nos mantienen erguidos no es un plato de gusto. Resulta complejo, difícil y, con frecuencia, doloroso. Eso sí, también es una tarea que resulta vital e irrenunciable. Ojalá también nos colguemos de vez en cuando ese cartel de “Estamos en reconstrucción. Perdonen las molestias”.