Misa en la basílica de san Pedro. Majestuoso marco. El poder y la gloria. Y también el espíritu. No hay dignatarios en los primeros bancos para la misa que presidirá el Papa de la religión que cuenta con más fieles en el mundo. Las primeras filas se llenan de gentes multicolores, pelos multicolores y niños multicolores sobre regazos de ropas multicolores que hablan el lenguaje de otras latitudes. Es la misa por los migrantes en el sexto aniversario de la que presidió en Lampedusa.
Francisco se fue a la periferia a donde arriban los náufragos de sí mismos y ahora los trae al corazón del Vaticano. Pero no porque se lo pidiera Salvini primero y Espinosa de los Monteros ahora. Ya lo había hecho antes. Era su opción preferencial. No ha podido ser más claro en su gesto de visibilizarlos más que al baldaquino de Bernini, si es que sus mensajes y homilías no se entienden lo suficiente en cuanto a sus prioridades.
Mucho se ha hablado sobre el papel de la Iglesia con los judíos durante la Segunda Guerra Mundial, un lugar común lleno de desinformación, pero el día en que las crónicas de los historiadores relaten esta época no podrán obviar que países tenidos por muy desarrollados, como los Estados Unidos, o continentes como Europa, que se vanagloria de la Ilustración, cerraron ojos, oídos y puertas –como entonces a los judíos también algunos países que prefieren pasar por encima de ese detalle– a la desesperación de 70 millones de personas que han sido forzadas a desplazarse de sus lugares de origen.
Y esos mismos historiadores, entonces, tendrán que dejar un capítulo destacado para la labor que hizo la Iglesia, abriendo sus parroquias, colegios y templos más significativos, como la basílica de San Pedro, para poner la dignidad de los últimos en primera fila.