Más de 300 millones de personas han abandonado sus hogares a causa de la pobreza, la violencia o los desastres naturales. La movilidad humana es inherente al mundo de 2019, que hace que las migraciones se conviertan en un fenómeno imparable con muros o concertinas. El primer Pacto Mundial sobre Migración de la ONU ha supuesto un salto cualitativo, pero a todas luces es insuficiente, al no ser vinculante. La Santa Sede ha respaldado sin fisuras este acuerdo, que pasa por reconocer el planeta como una casa común y compartida, en el que la migración, lejos de resultar una amenaza, emerge como oportunidad para generar un mundo que reconozca, aprecie y potencie la fraternidad.
Este principio no implica justificar una migración descontrolada, pero sí humanizada, que promueva la promoción, el desarrollo y la pacificación en los países de origen, pero, sobre todo, que conjugue en presente, y en primera persona, los verbos vertebrales de Francisco: acoger, proteger, promover e integrar.
Aferrarse al “nosotros, primero”, como si la nacionalidad otorgara una superioridad innata frente al otro, nunca puede formar parte del ser y hacer de un cristiano. Rompería con el hecho de considerar al otro como hermano e hijo de Dios. Más aún en el caso de los menores extranjeros no acompañados (MENA), que sufren más la estigmatización de la delincuencia, que se suma al abandono a su suerte por las Administraciones. Si son pocos los recursos públicos destinados a esos niños y adolescentes que llegan a nuestro país, se reducen a cero al cumplir 18 años. El día después de ser un MENA es la calle y la alegalidad, la nada. Salvo para aquellos que se topan con instituciones eclesiales que salen a su rescate. Diócesis, congregaciones y ONG cuentan con pocos aliados para ofrecer un hogar y un futuro a estos jóvenes.
Una entrega que no está siendo del todo comprendida, no solo por la opinión pública, sino incluso en entornos eclesiales, en los que aún se mira al extranjero con desconfianza, sin sentirle uno más en la comunidad. Por ello, urge una conversión pastoral que pase por redoblar los recursos para la acogida y para sensibilizar al ciudadano de a pie, rompiendo los crecientes discursos xenófobos. De la misma manera, resulta apremiante no cejar en las campañas de incidencia y presión a la clase política para garantizar los derechos básicos del migrante, abrir corredores humanitarios, cerrar los centros de internamiento y acabar con las devoluciones en caliente. La Iglesia española no se puede permitir que un solo migrante le pueda echar en cara que se le haya cerrado la puerta: “Fui forastero y no me acogisteis”.