Tengo el privilegio de vivir en una casa que tiene piscina en el jardín. Es verdad que la temporada de baño en la Sierra de Madrid queda reducida a los meses de más calor, pero no hay nada que se agradezca más que un chapuzón de agua fresquita cuando el verano aprieta. Pero a mí, además, me ayuda mucho nadar. No solo me relaja físicamente, sino que también me descansa “por dentro” y me ayuda a pensar. Tengo la sensación de que, mientras nado, mi cabeza se “desenchufa” y, aunque dejo de pensar, paradójicamente brotan ideas nuevas, ocurrencias que debían estar escondidas esperando su momento. Esta experiencia me recuerda a una amiga que madruga cada día para nadar. Ella expresa que en la piscina es como si nada pesara y todo fluyera.
Quizá lo que nos pasa es que en el día a día vamos acumulando distintos “pesos”. Cargamos sobre nuestras espaldas muchas ocupaciones y preocupaciones, inquietudes y miedos o personas que nos importan con sus dolores. Pero, del mismo modo que resulta inevitable acarrear sobre nosotros la existencia y sus pesares, también necesitamos encontrar formas concretas de aligerar ese peso y descansar “por dentro”. Y, para esta tarea, existen tantas posibilidades como personas. Desde actividades, como nadar o ver una película, hasta encuentros con amigos, pasando por conversaciones honestas con esas personas que tienen el don de aliviar los cansancios.
El verano es tiempo propicio para este descanso del corazón tan necesario para vivir esponjados y que, en creyente, tiene todo que ver con apoyar la vida en el pecho de Jesús. No en vano decía eso de “venid a mí los que estáis cansados y agobiados, que yo os aliviaré” (Mt 11,28).