Pliego
Portadilla del Pliego nº 3.139
Nº 3.139

Los espacios litúrgicos

¿Qué tipo de iglesia ayuda a rezar? Supongo que cada uno respondería de modo distinto, dependiendo de su contexto cultural, de su experiencia, de su conocimiento, de su formación y, sobre todo, de las iglesias que ha conocido desde su infancia hasta hoy y las que acompañaron la infancia de su fe hasta su madurez. Es cierto: aunque no sean indispensables –¿quién no recuerda con emoción todavía una Eucaristía celebrada al aire libre en la orilla del lago de Galilea?–, los templos ayudan y contribuyen de modo más que inconsciente a la celebración de un sacramento. No son nada irrelevantes para la fe y para su maduración. Y nuestra fe siempre ha de madurar, siempre ha de ser alimentada por la Palabra y por el Cuerpo eucarístico y eclesial.

Personalmente, he tenido suerte. Mi iniciación litúrgica se dio primero entre las masas africanas en distintos templos en Camerún, antes de encontrar tierra fértil entre los trapenses en Bélgica y seguir madurando en distintas comunidades inglesas, parisinas, madrileñas y estadounidenses. El recorrido me llevó a ver muchos tipos de iglesia y distintas formas de ser Iglesia, todas legítimas.

El cambio entre parroquia, capilla conventual y catedral en distintos contextos culturales me ha sido propicio para captar, entre tantas y no tantas variantes, la “esencia” de la liturgia –esto precisamente que no se puede tocar según el Concilio de Trento: ‘salva illorum substantia’ (DH 1728)–. Esta esencia le da a la liturgia más unidad que cualquier uniformidad pueda ofrecer. Conocer de cerca a comunidades vivas, captar en vivo una celebración “como Dios manda”, es lo más formativo que hay en materia litúrgico-sacramental. Es una teología hecha cuerpo festivo. Para entender a fondo la arquitectura litúrgica, habrá que visitar y analizar nuestros templos a partir de la celebración comunitaria, y no al revés.

Pisar el umbral de una iglesia es entrar en el misterio de Dios: en principio, un misterio inefable y anónimo, que gradualmente cobra los rasgos de un Rostro y un Nombre para, finalmente, incorporarnos en su gloria. ¿En qué sentido siguen siendo nuestras iglesias verdaderamente “mistagógicas”?

Tres dimensiones del edificio eclesial me parecen particularmente relevantes desde un punto de vista teológico:

La primera es su dimensión básica y fundamental de espacio arquitectónico, una dimensión que tal vez pasa desapercibida a primera vista. La llamo su dimensión “sinestética” por dos razones: primero, porque interpela a todos nuestros sentidos; y segundo, porque el espacio no es estático, sino que se experimenta al deambular en él. Escucho el eco de mis pasos que me devuelven las bóvedas, huelo el incienso y la cera, siento la frescura del ambiente, me siento a gusto entre la piedra y la madera, contemplo el juego de luces y sombras.

Un espacio logrado es capaz de elevarme más allá de mí mismo y de mis preocupaciones del momento. La “piel” del edificio –los materiales usados, su textura– remite a mi propia piel: tiene (o no) un efecto sanador sobre mi corporalidad, mi ser cuerpo. No solo tengo sino que “soy” cuerpo (Nietzsche: ‘Leib bin ich’), soy criatura, soy encarnado. El primer efecto, pues, profunda y realmente teológico de la arquitectura es sencillamente la capacidad de re-cor-darme –sin palabras, igual que el sol y la luna hablan de Dios (Sal 19)– que soy criatura y cuerpo y que Dios vio que “todo estaba muy bien” (Gn 1, 31) y que nos bendice en esta corporalidad complementaria “a imagen y semejanza suya” (Gn 1, 26-27).

Esta sería su dimensión sinestética, que disfruto todavía de manera individual y que sobre todo interpela a mi corporalidad, mi ser cuerpo. El misterio es todavía inefable y anónimo: mucha gente de distinta o poca fe podrían sentir lo mismo. Nos encontramos en este nivel sinestético porque todos somos seres corporales. Ahora bien, la dimensión “kerigmática” (de ‘kerygma’, anuncio) nos introduce más lejos en el misterio de Dios, dando un rostro y un nombre a este misterio todavía inefable y anónimo: el rostro y el nombre de Cristo. Lo hace esta vez no tanto interpelando a nuestro cuerpo, sino a nuestra mente por medio de imágenes, esculturas y símbolos como la cruz, pero también por medio del mobiliario: el altar, el ambón y el sagrario remiten a actividades claras, pero, sobre todo, a una persona encarnada, Jesucristo.

La tercera y última dimensión va aún más lejos, ahora interpelando al cuerpo social –ya no individual– que formamos en comunidad. Se trata ahora de la acción comunitaria que tiene lugar en el espacio, y que forma parte del espacio litúrgico que creamos junto con la cabeza del cuerpo, Jesucristo. Llamo dimensión “eucarística” a esta porque es, ante todo, la Eucaristía la que nos constituye en cuerpo de Cristo alrededor del altar. Además, tiene la vocación de “eucaristizar” (san Justino) a todo el universo desde este punto central que es el altar (cf. LS 236). Es la vocación “escatológica” de transformar el mundo en Reino de Dios. En efecto, el ‘Catecismo’ recuerda esta dimensión escatológica del templo, que “simboliza la casa paterna hacia la cual el pueblo de Dios está en marcha” y por la cual “la Iglesia es la casa de todos los hijos de Dios, ampliamente abierta y acogedora” (CEC 1186).

Estas tres dimensiones son –desde el punto de vista teológico y espiritual, pero también litúrgico y pastoral– eminentemente importantes, porque introducen en el misterio del encuentro con Dios y de la transfiguración de la comunidad en Cuerpo, y del mundo en Reino. (…)

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Índice del Pliego

1. Espacio mistagógico: sinestético, kerigmático, eucarístico

2. ‘Domus Dei’ y ‘domus Ecclesiae’

3. El altar

4. La asamblea, participante activa en el proceso mistagógico

5. Lugares para encontrarnos con Dios

6. Heterotopía escatológica

7. El vacío sagrado

8. Domesticación o apropiación comunitaria

9. El anillo abierto

10. El movimiento desde el ambón hacia el altar