“Parece haber en el hombre, como en el pájaro, una necesidad de inmigración, una vital necesidad de sentirse en otra parte”, escribía Marguerite Yourcenar en su libro ‘El recorrido de la prisión’. Caña pensante, animal social, el ser humano es también un animal migrante: el desplazamiento, la descentralización, la exploración forman parte del impulso a auto-trascenderse que le confiere una posición única al universo. Como escribía Albert Camus, el hombre es el único animal que se niega a ser lo que es.
Con la modernidad tardía y el desarrollo técnico, el sueño de una movilidad sin límites para todos se ha convertido en realidad. Tiempo acelerado, espacio comprendido: para dar la vuelta al mundo ya no hacen falta 80 días, basta uno solo. Aldea global. Y, tras la crisis del 2008 nos hemos dado cuenta del lado más problemático de la movilidad, como adelanta Zygmunt Bauman: se alienta el viajar por beneficio; mientras que el viajar para sobrevivir es condenado.
La movilidad celebrada es la del sentido único. Un derecho, pero no para todos. Así empiezan a levantarse muros, a resurgir nacionalismos, a encenderse los llamamientos a la pureza identitaria. Como ha escrito Saskia Sassen, las palabras (y las praxis) que marcan el nuevo milenio, como exclusión y expulsión, revelan el lado más brutal de la globalización. Parece que se ha olvidado lo que Kant afirmaba ya en 1795 en ‘Por la paz perpetua’: que nadie tiene originalmente más derecho que otro a habitar una localidad de la tierra.
El ser humano como huésped
¿Es nuestro destino? ¿Pasar de un relato ideológico (más movilidad, experiencias, bienestar para todos) a otro (somos amenazados, debemos defendernos)? Interrogarse sobre las condiciones de la hospitalidad no había sido nunca tan importante. Quizá el tiempo es propicio para transformar esta situación compleja en un laboratorio no solo para nuevas prácticas más humanas sino también para una nueva epistemología e una nueva hermenéutica de nuestra condición, a la luz de lo que nos provoca y nos convoca.
El ser humano es un ser que vive como huésped. Venimos de otro, somos llevados por una madre. La primera hospitalidad llega con nuestro nacimiento: la hospitalidad es condición misma de la vida. Si el nacimiento nos evoca la hospitalidad, la muerte nos evoca otra condición, que es el exilio: el momento en el que tendremos que dejar todo lo que hemos amado, deseado, conquistado. Y esto vale para las pequeñas y grandes muertes en nuestra vida cotidiana.
Hospitalidad y exilio no son acciones, ni tampoco elecciones, sino condiciones que marcan nuestra misma humanidad, con la fragilidad que nos caracteriza, y que es también nuestra fuerza, la que nos impulsa más allá de nosotros mismos. El mundo occidental está afligido por el invierno demográfico y que la muerte sea eliminada: donde ya no se sabe celebrar a quien nace y acompañar a quien muere, no hay espacio para la hospitalidad.
La hospitalidad es reciprocidad
La ley de la hospitalidad aparece en todas las culturas, y puede ser uno de los principios fundadores de toda civilización, junto a la interdicción del incesto. Como ha escrito Luigino Bruni, “el deber de hospitalidad es el muro maestro de la civilización occidental y el abc de la buena humanidad. En el mundo griego, el forastero era portador de una presencia divina. Los dioses adoptan la apariencia de extranjero de paso. La Odisea es una gran enseñanza sobre el valor de la hospitalidad”.
Hospitalidad es palabra de reciprocidad, no de condescendencia. El huésped debe ser tratado como un rey: lo dice la regla monástica de San Benito. Y no es tanto cumplir una acción, como despejar un poco para hacer hueco a los otros. Agujerear la propia burbuja proxémica, dilatarla y así hacer que respire. El buen samaritano hizo espacio al herido, realizó una “buena acción”. Decimos “no tengo tiempo” pero en realidad no queremos “hacer espacio”: porque es un movimiento fatal, que no nos dejará iguales. Y aquí se abre una cuestión cultural de la cual somos poco conscientes: el individualismo racial que respiramos desde hace decenios está en el origen de nuestro problema con la alteridad. Con toda alteridad, no solo con “los extranjeros”.
Según el movimiento de la abstracción, típico de la cultura occidental, hemos separado la alteridad de nosotros mismos y la hemos “exteriorizado”. Desde el inconsciente que nos habita y actúa en contra de nuestra voluntad destacado por el psicoanálisis, al Yo es otro de Arthur Rimbaud, al hecho de que con Julia Kristeva siempre somos un poco extranjeros a nosotros mismos, sabemos que la alteridad nos constituye íntimamente.
Una historia de umbrales
Como escribió Hannah Arendt: “Para la confirmación de mi identidad yo dependo completamente de los otros”; y es la gran gracia de la compañía que rehace del solitario un “todo entero”. ¿Qué sucede si desde el plano antropológico pasamos al social La acogida incondicional es subversiva, ha escrito Jacques Derrida. Y por eso impracticable en cuanto tal.
En todas las sociedades humanas está regularizada, porque cuestiona la ley del intercambio sobre la cual se basan nuestras economías y contratos sociales. Hay una tensión sin resolver entre hospitalidad incondicional y condiciones puestas al acto de hospitalidad. Una tensión que es fecunda, necesaria para encontrar nuevas posibilidades de permanecer humanos. Si legitimamos la cultura del descarte seremos, antes o después, pero con certeza, nosotros mismos las víctimas.
Si reconocemos que la precariedad es una marca distintiva de nuestra humanidad, podemos evitar caer en esa deriva de seguridad que piensa combatir el sentido de inseguridad teniendo lejos a los presuntos responsables, en la lógica del chivo expiatorio que René Girard ha iluminado de forma magistral. La hospitalidad, ha escrito la filósofa y psicoanalista Anne Dufourmantelle, es una historia de umbrales, que delimitan uno dentro y uno fuera, evocando el pensamiento de la libertad, pero también de la agresión: abre un espacio que impide a los saberes cerrarse en sí mismo y a las reglas convertirse en despóticas.
“Cultura del odio”
En psicoanálisis la posibilidad de acoger lo inesperado es lo que horroriza la neurosis. Nuestra sociedad, en el fondo conformista y poco tolerante, quizá tiene rasgos neuróticos. No solo elimina la memoria corpórea de nuestro venir de otros, sino que finge ignorar una historia pasada y presente que tiene muchas sombras: la colonización, la deslocalización de las empresas para maximizar los beneficios y quizá pasar por encima de los derechos de los trabajadores, el turismo sexual, la adquisición de órganos y los vientres de alquiler solo por citar algún aspecto que reequilibra, las narraciones dominantes.
Hoy la mixofobia (el terror de la mezcla y de la contaminación) degenera en “cultura del odio” que se convierte casi en un recurso identitario, instrumentalizado por los populismos; las clases sociales con menos formación y que más sufren económicamente se sienten más amenazadas y están más expuestas.
Frente a esta abstracción, que separa y contrapone lo que está unido, y a esta amnesia de nuestra biografía y de nuestra historia, es necesario un baño de lo concreto, en el sentido del “concreto viviente” de Romano Guardini: recordando que en la persona que pide acogida está el universal de la dignidad humana.